El estado de las cosas
Un solo fulano fue el que resolvió que para vender un producto basta con decir que ese producto te hace poderoso y diferente y que carecer de él te niega el respeto —y el afecto— de tus semejantes, cambió el nombre de propaganda por relaciones públicas, convirtió que las mujeres fumaran, para doblar los beneficios de las tabaqueras, en triunfo de sus derechos como individuos, que comunista fuera un insulto suficiente como para impedir que alguien —que no era comunista— llegara al poder y que el motor —nunca mejor dicho— de la sociedad fuera la insatisfacción y la persecución de la desdicha. Solo le faltó hacer prohibir el cannabis —eso fue cosa de William Randolph Hearst y de los Du Pont, pero eso es otra historia, aunque también contemporánea de esa época en que occidente tomó una enorme cantidad de decisiones erróneas. Un día os la cuento—. Hubo un tiempo en el que pudimos escoger entre destripar la tierra en busca de pez combustible para quemar o usar la energía del sol. Elegimos, por motivos, lo que no debíamos. Por la misma época los grandes productores de objetos vieron que solo los que podían permitírselos, porque les sobraban bienes, los consumían. Así que este grandísimo hijo de puta consiguió que personas que no necesitaban tales cacharros aceptaran la premisa de que les hacían falta y perecieran esclavizados en su intento de conseguirlos. Ahora no solo nos parece normal poseer un automóvil —o cualquier otro bien—, sino cambiarlo —por uno más caro— cada cierto tiempo. En ello seguimos. Comprando cosas que no nos hacen falta con dinero que no tenemos para sentirnos queridos o admirados por gente a la que no conocemos. No solo no escarmentamos, sino que recibimos de forma constante información que afirma tal equívoco y nada tiene que ver con la realidad o que la invierte. Periódicamente recordamos el texto de Thomas de Quincey: Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del Día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Ah, siempre lo dicen, este nefasto fulano, consejero de presidentes de EEUU y de la United Fruit Company en sus más asquerosos planes, copiado en sus métodos hasta nuestros días, era sobrino de Sigmund Freud. Edward Bernays debería ser asignatura obligatoria en los colegios.