Nadie muere en Tsaciana

Si tienes tus manos y nada más que eso, trabajas. Si tienes tus ojos y nada más que tus ojos, miras, avanzas, atraviesas el miedo y bajas a ese espacio oscuro en el que todos los demonios se juntan porque nunca sabes en qué momento se pueden rebelar. Los demonios de la mina, el punto final opaco y seco de la muerte en la elección siniestra que implica bregar ahí, en la entraña de la tierra, lidiando con la vida y la muerte en un juego macabro de azar. Toca bajar porque si no, quién puede vivir aquí, donde el olvido se enreda a la garganta y uno grita pero sabe que ya apenas se le escucha. ¿Por qué? Porque somos cada vez menos y parece que solo la desgracia tiene la potencia de hacer visible la soledad del abandono. Entonces sí, entonces hay helicópteros, fotógrafos y urgencias y los muertos que se van y que aquí se quedan, como nos quedaremos nosotros siempre. Porque el alma está en el valle, para quien es de ahí, sin duda, y para quienes hemos pasado por sus montañas rotas y su óxido resquebrajado y hemos mirado de frente a los ojos de quienes allí resisten, también. Yo tengo el corazón en el Valle, que es gemelo contrario del mío, del Teleno en mi ventana y el frío que no mata pero fortalece.
Por eso no se mueren cinco, nos morimos todos y, a la vez, resucitamos con cada partida. Por eso se sale a la calle en masa, se abraza, se trae agua, tabaco, lo que sea. Porque en el Valle saben que el dolor no se va a aliviar tan rápido, pero saben también que mientras duela el alma los brazos estarán: los mismos que saben forzar la máquina de la naturaleza hasta que estalla, los mismos son los que saben estrujarte hasta partirte en dos cuando las fuerzas te fallan y elevarte hasta donde haga falta para plantarle cara al miedo y avanzar. El abrazo de los mineros del Valle de Laciana lo llevo en mi corazón como un tesoro inquebrantable. Una certeza absoluta de que es mejor perder el sustento que la dignidad. Ellos me lo enseñaron. Por ellos luché y por ellos también, arriesgué mi pan.
En el Valle no hay solo mineros, hay músicos, mujeres que emprenden, enfermeras que curan, guardianes que salvan. Uno, que tiene una de las voces más lindas que escuché jamás porque sabe cómo hacerla emerger del magma mismo del Valle, me escribió a última hora de ese fatídico lunes. Decía que sólo quería llorar, ahora que nadie le veía después de haber resistido horas poniendo el hombro. En ese momento en el que la madrugaba avanzaba y se paraba a pensar en lo que había pasado, a los amigos que no vería más, entonces confesaba algo que todos sentimos. Que nunca pensó que algo así pudiera verlo él: ya de una generación en la que la mina era cosa del pasado, un recuerdo de otro tiempo en el que valle bullía como bullen las pasiones que destrozan. Con toda su energía vibrante y conmovedora pero, a la vez, con toda su capacidad de triturarte el alma en cualquier revés. Eso es y fue siempre la mina. Pero en esas montañas hay mucho más.
No sé en qué otro lugar se conserva un voto de izquierda más claro que en las cuencas mineras. En estos tiempos profilácticos y cosméticos, solo quien sabe que puede perderlo todo en cualquier momento se da cuenta de dónde está el mástil al que conviene asirse. Y está justo en la mirada del compañero, del hermano, de la hija, de la mujer, que cada vez que te despidió supo que podría ser la última vez y, sin embargo, ay, sin embargo, sabía también que si tú te ibas, quedaba el Valle. Y ahí está la fuerza. En el Valle nadie muere, porque la dignidad es infinita y vive en el corazón de todos los que no temen, los que viven atravesando el miedo, los que luchan por su tierra y lo hacen porque no están solos: son una roca que unida vale más.
Una lección, otra vez. Por eso no os vais, porque os guardaremos en las laderas del Valle y sabremos levantar la voz de nuevo siempre que nos toque elegir entre agacharse o poner el pecho a las balas, entre muerte o vida. Y será vida. Por vosotros. Vida y dignidad. Gracias , Tsaciana, otra vez.