El gato y la bruja

Apareció sin que nadie le llamase, aunque sí, había una razón. Antes había otra vecina que se ocupaba de ellos y ya no está más aquí. Entonces empezaron a buscar maneras de salir adelante sin el recurso habitual. Y un día ibas a sacar la basura y te los encontrabas en el contenedor y saltaban como chinches cuando abrías la tapa por el único agujero que tiene. Y se iban, pero volvían en un rato para ver qué habías dejado ahí, para comprobar cuán suculenta es la basura que genero. Y es una pena pero no lo es mucho, la verdad, porque al tener huerto casi todo lo que reserva algo de sustancia queda para compost. Al contenedor tradicional va lo mínimo: maravillas del primer mundo, incluso en un pueblo de menos de 100 habitantes tenemos también espacio para reciclado de plásticos, cartones y vidrios. Ojalá esos detalles que tanto han costado no se vayan a la misma basura en la que chusmean hoy los gatos por la carrera victoriosa que llevan quienes no creen que tener servicios públicos sirva de algo.
Pero, volviendo a los gatos, hubo uno que, a pesar de ser consciente de que ahora le tocaba revisar en la basura para poder comer algo, más allá de la caza de topillos habitual por mi terreno, empezó a parar en la ventana de la casa de mis padres. Y luego vino también a la mía. Y un día lo vi subido a la espalda de mi padre. Algunos tienen loro, él, por lo visto, prefiere un gato. Negro, más negro que mi reputación y ya es decir, como escribía Jaime Gil de Biedma. Y ahí estaba el gato, ronroneando como si esa espalda fuese su atalaya. Otro día lo vi acercarse a mí peligrosamente con la decisión clara de enamorarme: no es fácil. Prefiero los perros. Pero él insiste. Otra tarde, mientras tomaba un mate bajo los tres robles que cierran mi huerta después de preparar los bancales para la primavera que ya se acerca, vino hasta mí y se trepó también para quedarse aposentado sobre mis piernas cruzadas. Cómo se llama, le dije a mi padre que aún estaba acomodando la azada. Manolo, contestó él riéndose para dentro. Así lo ha bautizado. Así que ahora un gato negro negrísimo, Manolo para nosotros, que tenía toda la pinta de atraer cosas malas según el imaginario colectivo de la oscuridad se ha convertido, sin embargo, en nuestra mascota salvaje.
Manolo tiene una lección en sus garras. No se trata de buscar un gato hermoso y sofisticado, sino de amigarse con aquello que toda la vida se dio por descartable. No se trata de avanzar sobre el abismo bajo la ceguera de una ambición desmedida, sino mirar a los ojos a Manolo y entender que ni es tan negro ni trae tanta desgracia. Al revés. La vida te muestra cómo los perfumes más sublimes pueden estar hechos de estiércol y, sin embargo, los zarrapastrosos animales que merodean sin esperanza pueden ocultar una oportunidad para la belleza y el amor.
Manolo está sobre la ventana mientras escribo y se cuela en mis párrafos. No entrará a mi casa. No será parte de este lado del vidrio y, sin embargo, su tenacidad ante lo adverso sí me sirve de ejemplo. No lo voy a adorar, pero sí aprendo a admirarlo. Ahora abro el corazón a los gatos negros: tal vez me esté volviendo bruja. Sí, debe ser eso porque lo que siento es alivio y una intuición cada día más potente creciendo dentro de mis ojos. Es liberador aunque también sé que, como bruja consciente, me toca buscar por dónde huir cuando vuelvan a quemarnos. Mientras tanto Manolo me mira y yo le sonrío al teclear mis páginas. Por ahora estamos en paz.