Todo aquello por lo que vale la pena vivir

Fotograma de la película 'Manhattan' de Woody Allen (1979).

En una secuencia de la estupenda película de Woody Allen, Manhattan (1979), vemos como nuestro entrañable protagonista reflexiona en voz alta sobre todo aquello por lo que vale la pena vivir: “Groucho Marx, Willie Mays, el segundo movimiento de la Sinfonía de Júpiter, la grabación de Potatohead Blues interpretada por Louis Amstrong, las películas suecas, La educación sentimental de Flaubert, Marlon Brando, Frank Sinatra, las increíbles manzanas y peras de Cezanne, los cangrejos del Sam Who’s, la cara de Tracy…”. 

Recordar esa escena ha servido para que uno también se pregunte por todo aquello por lo que ha merecido la pena gastar los días, por algunas de esas cosas o momentos que hacen que la vida sea una maravillosa excursión a través del tiempo. Están algunas canciones de Serrat o de Lou Reed, de los Pixies o de Antonio Vega, o aquella otra de Los enemigos que te cantaba al oido la chica del pelo rojo; está aquel balcón de Valletta desde el que veías entrar en el Grand Harbour a los barcos con la lentitud de un cuadro, las películas de vaqueros de tu infancia y todas aquellas que veías robándole tiempo a las clases, leer a escondidas las novelas de Julio Verne, dormir desnudo junto a ella y desayunar tarde en aquellos domingos de periódico y caricias, aquel gol de la Cultu que celebraste junto a tu padre, la vez que te sentaste en la Alameda de Santiago sintiendo el futuro como un enorme y fascinante camino por andar, los versos de Cernuda y la prosa de Tolstoi, sentir por primera vez el hondo significado de la palabra literatura al leer con diecisiete años Retorno a Brideshead o Crónica del alba, ir al cine cualquier lunes lluvioso de otoño o al teatro algún viernes madrileño, los paseos con tu perro y su forma de despertarte cada mañana, compartir unas pintas de cerveza con aquellos locos amigos de la bohemia mediterránea, ver la puesta de sol desde el malecón de La Habana o amanecer sobre el salar de Uyuni, tomar un dry martini en el Carlyle de Nueva York o un té con menta en una calle azul de Chauen, los mejillones de Arousa y el asado argentino, la merluza a la gallega de aquel lugar cerca de Carnota y las croquetas de tu madre, entrevistar a Escohotado o escuchar a Leonard Cohen en Lisboa, caminar el mundo por senderos nuevos, algunas tardes de sofá y manta, los días sin guión y las noches locas, el estallido de su risa y las comisuras imperfectas de sus labios, su calor y tu temblor, las tormentas de verano y ver la nieve caer sobre los paisajes de tu infancia, los buenos amigos que nunca piden nada, todas las mujeres de tu vida que te han enseñado que el amor es lo contrario del egoísmo, las risas y las canciones, los libros y las noches en vela leyéndolos, tus hermanos y ver crecer a tus sobrinos, esa mano que busca a la tuya y ese beso que te coge por sorpresa, la suerte consciente de saber que estás vivo…

Pensar sobre ello es un ejercicio de amable melancolía que nos lleva de viaje a rincones inesperados y olvidados, a fugaces instantes del pasado que ya han sido eficientemente maquillados por la memoria. Recordar es mucho menos que vivir, la íntima evocación de aquel beso o de aquella perplejidad primera al descubrir la magia encerrada dentro de un verso nunca será como el vértigo que nos traspasa cuando sucede el milagro. Por eso a partir de cierta edad solo existe el presente, ayer y mañana son dos estériles entelequias sobre las que no merece la pena detenerse. Solo si cabe para invocar todo aquello por lo que ha merecido la pena vivir.

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