'Adolescencia': tragedia en cuatro actos

El joven Owen Cooper y Stephen Graham protagonizan 'Adolescencia'.

Antonio Boñar

A estas alturas está casi todo dicho sobre este imperdible drama televisivo presentado en cuatro episodios que abordan desde distintos puntos de vista una tragedia inconcebible para cualquier ser humano con un mínimo de empatía social, pero tristemente cada vez más frecuente en nuestro satisfecho primer mundo: el asesinato de una adolescente a manos de un compañero de clase. Este es el primer gran acierto de la serie, tratar un tema desolador y de inquietante actualidad, ese miedo íntimo que invade a casi todos los padres y madres de no poder controlar lo que digieren sus hijos adolescentes a través de sus pequeñas pantallas, la enorme brecha tecnológica que les separa de ellos, el absoluto desconocimiento de los códigos que blindan su pequeño y hermético universo. Además, al enfocar la historia desde cuatro diferentes pero igual de elocuentes escenarios, la visión del espectador sobre el drama se vuelve panorámica y le ayuda a comprender los infinitos matices que afectan a víctimas y verdugos. El visionado completo de Adolescencia se revela finalmente como un clarividente ensayo social sobre la complejidad del mundo cambiante que les toca abordar a nuestros jóvenes, sobre el estado actual de esta sociedad que viaja tan rápido como un tren a punto de descarrilar.

Otro de los grandes hallazgos de esta miniserie es la elección de una audaz propuesta técnica para contarnos los hechos: un único plano secuencia que acompaña en tiempo real a los personajes en cada escenario y que trasciende su innegable virtuosismo artístico para convertirse en una poderosa herramienta narrativa. La coreografía que ejecuta la cámara sobre la puesta en escena es precisa, estilísticamente ambiciosa y tan sutil como para que nos olvidemos de ella a los pocos minutos de metraje. Todo fluye con naturalidad y es imposible encontrar un pero a la invisible arquitectura que arma este artefacto visual. Es más, lejos de alejar o despistar al espectador, esta cuidada caligrafía formal consigue que nos sumerjamos en la historia de manera casi orgánica, canalizando nuestra atención sin posibilidad de renunciar a seguir mirando, cautivándonos sin remisión.

Para terminar de desgranar los motivos por los que este drama televisivo es una de esas obras que consiguen agarrarse a un momento social con una lucidez apabullante, tendríamos que hablar de las interpretaciones. Todas son brutales, exquisitas, brillantes y sutilmente realistas. Hay veces que se acaban los adjetivos, esta es una de esas ocasiones.

Adolescencia explica las razones por las que esta forma de contar historias llamada cine (o televisión en el caso que nos ocupa) es también un arte. Porque detener nuestras rutinas para ver esta serie sí justifica el tiempo empleado, porque nos hace pensar, porque se agarra a esos intangibles resortes que manejan nuestras emociones para revolverlo todo y sembrar de dudas nuestras frágiles certezas morales, porque nos enseña la complejidad de la condición humana. Y porque, en definitiva, nos hace más sabios al volver a mostrarnos que, como dijo aquel filósofo antiguo, solo sabemos que no sabemos nada.

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