La desconocida odisea de mineros en defensa de la República en León: los milicianos engañados retoman su camino y los golpistas maniobran

Jura de bandera en el patio principal del Cuartel del Cid, hoy Jardín del Cid, en León.

En la entrega anterior quedaban las columnas asturianas en la ciudad de León, ocupadas en alimentarse y reclamando el armamento que les habían prometido en Oviedo y que aquí se les negaba.

Mientras los mineros estaban en la ciudad pidieron desde la CNT a las autoridades que se registrase el Cuartel del Cid, la Catedral -parece que algunos de sus grupos llegaron a ocuparla-, el convento de los frailes capuchinos, y otros lugares sospechosos de connivencia con la rebelión. Sin embargo, nada se hizo. El cauto y confiado gobernador civil, Emilio Francés, desoía las demandas de armar a los trabajadores aduciendo que la situación estaba controlada y la lealtad de los militares era segura. Como dirá Crémer pasados muchos años, “era la respuesta de los temerosos de la ira del mundo en ningún caso permitir que el pueblo consiga armas”.

Desde León telefoneó a Madrid el general inspector Gómez-Caminero, logrando hablar tan solo con el subsecretario del ministro de la Guerra -o de la Gobernación-, quien le insistió en armar a los expedicionarios. Solicitó el general aquella orden concreta que sus subordinados le exigían, que llegó a la Comandancia Militar leonesa por telegrama desde el Ministerio al cabo de unas horas. Los militares conjurados temían que, de ser armadas, las fuerzas populares asaltasen sus reductos, y aprovecharon la demora para afianzar sus posiciones y hacerlas más ventajosas de lo que lo eran hasta entonces, dirá el comandante Antonio Martínez Pedrosa unos años más tarde.

Miedo a armar a la plebe

Disponía aquel mandato del Gobierno la entrega de armamento a las organizaciones obreras. Tras recibirlo, se dio en el Cuartel del Cid una tensa reunión del general Bosch con Rafael Rodríguez Ramírez, general de brigada ayudante del de división Gómez-Caminero, y el coronel Vicente Lafuente Baleztena. Asistieron también el teniente de Asalto Alejandro García Menéndez, Manuel Otero Roces, y otros responsables de la columna minera, además del mismo Gómez-Caminero y varios militares más, según los recuerdos de José Otero Roces. 

En aquel cónclave accedió el comandante militar general Carlos Bosch, “con vagos monosílabos que no comprometen a nada” -se diría después en la 'Historia de la Cruzada Española'-, a que el coronel Lafuente, al mando del Regimiento de Infantería Burgos 31 y del Cuartel del Cid, entregara a los mineros 200 fusiles (que serían 300, según 'El Diario de León' del 27 de julio) con diez cartuchos de munición para cada uno, además de tres -o cuatro- ametralladoras de campaña del Regimiento. Mantienen algunas fuentes que las ametralladoras procedían del Cuartel de Santocildes de Astorga, y se habrían de recoger en un punto de la carretera de Zamora, en concreto en las afueras de Onzonilla, siempre y cuando los asturianos hubieran salido ya de la ciudad. Los fusiles estaban en tan lamentables condiciones que el general Gómez-Caminero se negó a firmar el recibo de su entrega.

“Cercaron el Cuartel del Cid por la tarde los mineros, tomaron las bocacalles y cargaron un camión con 300 fusiles, 25.000 cartuchos y algunas ametralladoras”: así lo anotó Enrique González Luaces, fugaz presidente de la Diputación y alcalde de León, un año después en su diario. A aquellos pertrechos se sumarían unas docenas de mosquetones que les dieron en el Gobierno Civil después de que el gobernador, tan opuesto a entregar armas a los paisanos, cambiara de opinión cuando se acercaron por allí con unas cajas de dinamita algunos asturianos.

En el telegrama que el general Bosch había recibido a las tres de la tarde en León del ministro de la Guerra confirmándole la orden dada antes por teléfono de armar a los mineros se decía: “Fusiles y municiones sobrantes en mayor número posible Regimiento deben ser entregados a personal que me he referido en conversación telefónica. Dicho personal debe marchar sobre Zamora y Salamanca el que va en ferrocarril y sobre Palencia y Valladolid los que van por carretera”. Lo ordenado parece denotar que el Gobierno pretendiera rendir con los expedicionarios, convenientemente armados en León, a los militares sublevados en aquellas provincias.

Los generales Gómez-Caminero y Carlos Bosch departían amigablemente en el Bar Hollywood después de reunirse en la antesala del despacho del gobernador civil, desde la que informaba Gómez-Caminero por teléfono a aquel ministro de cómo se haría entrega de las armas a los asturianos para que prosigan su viaje hacia Madrid, después de haber ordenado él al general Bosch que así se hiciera.

Los expedicionarios embaucados por golpistas y leales

Los mineros que acudieron por las armas al Cuartel del Cid acompañados por el comandante de Infantería Manuel Orbe Morales, también ayudante del general Gómez-Caminero, para que la orden de este de entregárselas fuera efectiva, no sabían que “se les habían destruido los cerrojos e inutilizado el percutor, limándolo, a todos los fusiles entregados”. “Evitaban así el armamento de la plebe, consiguiendo además que cuando con ellos se lancen a la batalla sean impunemente aniquilados, dejando la piel por los caminos de estas tierras merced a la manipulación y el consentimiento de las autoridades leonesas. Una traición y una trampa criminal en la que tomaron parte los militares comprometidos en el golpe, con la inhibición de otros”.

Tal afirmación pone Victoriano Crémer en el año 2010 en boca del teniente de Asalto Emilio Fernández Fernández, en su declaración y descargo vanamente exculpatorios, pues sería sumariado, condenado a la pena capital y fusilado el 26 de noviembre de 1937 por traición, paradójicamente, y sobre todo por haber entregado aquellas armas. El teniente apunta además otros detalles: “Sobre las tres y cuarto de la tarde del domingo 19 de julio un comandante de Caballería uniformado -Juan Ayza Borgoñós- le ordenaba poner a su disposición camiones de Asalto para transportar las armas recogidas en el Cuartel de Infantería por él y cinco o seis de sus guardias. Mientras las cargaban se dirigía él, Emilio Fernández, a los soldados de centinela en el Cuartel del Cid, llamándolos a no sublevarse contra el Gobierno, ”pues si lo hicieran quedarían al momento licenciados“.

“De dichas armas se hacía cargo el comandante en el Hotel Oliden, determinando que se llevaran a San Marcos, y allí por mandato del mismo reconocía él, Emilio Fernández, el estado de las cuatro ametralladoras, observando que estaban inutilizadas, pues les faltaba el muelle del disparador, y lo mismo sucedía con los cargadores, no habiendo cañones, ni depósitos ni ‘cajas de respeto’, ni máquinas de cargar cartuchos, manifestando él no obstante al comandante y a los mineros que los rodeaban que estaban todas las ametralladoras en perfectas condiciones”.

Ya en 1980 había escrito Crémer que “sobre el engaño a los expedicionarios se debatió en la Sala de Banderas del Cuartel del Cid entre el capitán Eduardo Rodríguez Calleja y el teniente Emilio Fernández Fernández y los mandos superiores del Regimiento, unos para restablecer la confianza de las clases de orden -que se aprestaban a producir el desorden-, y los comprometidos con la sublevación para quitarse de en medio a los mineros. Se alcanzó la fórmula y el consentimiento: todos acordaron colaborar en la artimaña. Esta es la historia que nadie cuenta, el tiempo que uno se arranca del recuerdo para quitarse remordimientos”. Crémer da fe.

Si en la argucia participó Rodríguez Calleja, vuelto a León de Villablino el día antes, además del responsable provincial, los generales presentes en la ciudad y los mandos del Cuartel, cabría pensar que, una vez consumado el engaño, no debió de ignorarlo su igual, afín y amigo el capitán Juan Rodríguez Lozano, regresado de la localidad de San Pedro de Luna al anochecer del mismo domingo 19, a tiempo de que en el Gobierno Civil “el general inspector le diera órdenes directas de actuar desde ese momento como enlace entre el Ejército y el gobernador civil”. Ambos capitanes eran masones, y también lo era, al parecer, el teniente Fernández.

Al gobernador lo felicitaría aquella misma tarde “por el modo en que se deshizo de los temibles asturianos” un notable ciudadano, presidente de la Audiencia Provincial, que lo sustituirá en el cargo tan pronto como se impongan los rebeldes.

El Regimiento muy cerca de la sedición

Parece que al cabo los fusiles, los cartuchos, y dos ametralladoras fueron entregados a los expedicionarios por los militares del Regimiento Burgos 31 con orden y cumpliendo fielmente lo dispuesto en las inmediaciones del Palacio de los Guzmanes, sede de la Diputación, con gran disgusto de sus oficiales y de quien lo mandaba, el coronel Lafuente Baleztena.

Este, preguntado por el general inspector Gómez-Caminero por el armamento sobrante en el Cuartel del Cid tras lo ordenado por Madrid, le mentía rebajando su cantidad, y descontaba de ella 360 fusiles para otros tantos soldados de permiso de verano a los que había ordenado incorporarse. Era esta una medida que no le competía al coronel y que el general revocó, ordenándole por contra ampliar el número del personal de vacaciones para librar más armas. También Lafuente lo incumpliría. 

Tras el intento de uno de elevar el montante de armas entregadas a los mineros y de rebajarlo el otro, se fijó el mismo en 300 fusiles y 4 ametralladoras de los que se haría cargo el comandante Ayza Borgoñós. El general Bosch se negó a firmar la orden de ceder tal armamento que daba Gómez-Caminero, redactada y rubricada al fin por su ayudante el general Rodríguez Ramírez y dada en mano al coronel Lafuente. Con esa orden se marchó éste apresurado al Cuartel para decidir con su oficialidad no entregar las armas y alzarse contra el Gobierno.

Una vez allí, hizo formar a dos compañías de fusileros y una de ametralladores, emplazó dos ametralladoras en la casa frente al recinto para batir la calle por si los mineros lo atacaban, y alertó a los jóvenes guardias civiles del Cuartel de San Isidoro, que secundaban su decisión de sublevarse, para que defendieran de los asturianos su reducto, además de la plaza del mismo nombre y el tramo opuesto de la calle del Cid en que se halla el Regimiento.  

El general Bosch al borde del suicidio

Así, cuando Ayza Borgoñós llegó a recoger el armamento con un camión, al que acompañaban otro camión de mineros y los milicianos que habían ido andando hasta el Cuartel del Cid, hubo de poner en conocimiento de los generales Gómez-Caminero y Rodríguez Ramírez la oposición a la entrega que allí había. De la negativa se enteraba a su vez el general Bosch por la llamada de teléfono hecha a su hijo, el teniente acuartelado José Bosch Boix-Gárate (de 25 años, tenido por uno de los destacados fascistas de la guarnición), tras lo que, al igual que Rodríguez Ramírez, se dirigió al Cuartel para tratar de que sus mandos acataran lo acordado y ordenado. El riesgo de no hacerlo era que los asturianos destruyeran la ciudad.

Y como ningún oficial de los presentes en el Cuarto de Banderas aceptó lo que Carlos Bosch pretendía, este, hundido, empuñó su pistola con ánimo de suicidarse, pues “él no podía ir contra el Regimiento”. Lo contuvieron su hijo y otros oficiales, y convinieron estos en la cesión del armamento si los mineros no intervenían en ella y se iban pronto de León. Descartaron entonces resistir dentro del Cuartel el previsible ataque que con incierto resultado en el mejor de los casos se daría, y se centraron en la idea -engaño, más bien, que satisfacía también al general Rodríguez Ramírez, ayudante de Gómez-Caminero- de ganar tiempo entregando armas viejas e inútiles a los expedicionarios. Abandonaban luego los dos generales el Cuartel, en el que quedaban el coronel Lafuente y sus hombres planificando la rebelión para el día siguiente.

Después de que los mineros recibieran aquel armamento, el general inspector Gómez-Caminero los instó a partir raudos hacia Madrid. El gobernador civil Emilio Francés se puso en contacto al mismo tiempo con el Interventor del Estado en la Compañía de los Ferrocarriles del Norte, Faustino Valenzuela de Ulloa, para que preparara un tren especial en el que los expedicionarios desalojaran la ciudad, el tercero de los tres trenes en los que según algún autor saldrían de León. A la estación se encaminaron deprisa y ordenadamente muchos de los asturianos, “colmando de gente armada un convoy ferroviario de 31 o 32 unidades”, declara en el Sumario 168/36 uno de ellos.   

Aquel mismo día 19 de julio se requisaron las carabinas disponibles en la Estación del Norte, “entregadas por orden de Valentín Foronda Garrote” –al parecer–, y para conseguir más armas movilizaba a sus militantes el ugetista Sindicato Nacional Ferroviario.  

En el desfile de las fuerzas del 14 de abril de aquel año, el interventor Faustino Valenzuela, de 52 años y monárquico, había proferido gritos antirrepublicanos. Fue denunciado por ello pero le favorecieron el gobernador Emilio Francés y el responsable del Frente Popular, Félix Sampedro Jiménez, para que no resultara perjudicado. Por eso, Valenzuela declaró a finales de octubre a favor de uno y otro. Pero eso no evitó que pocas fechas más tarde ambos fueran fusilados junto a bastantes otros más. De hecho, sería el interventor uno de los diez destacados leoneses afectos al nuevo régimen que resultaron fuertemente multados por interceder por las vidas del grupo de ajusticiados en el que también estaban el gobernador Emilio Francés, el alcalde Miguel Castaño o el presidente de la Diputación Ramiro Armesto.

Abandonan León los incautos asturianos

Según algunas fuentes, arribado a León el convoy ferroviario venido de Asturias y formado por dos trenes, “el tren larguísimo especial” y el tren más corto, ante aquella orden llegada por partida doble para los generales Bosch y Gómez-Caminero saldría el segundo de los trenes hacia Madrid por Palencia, Valladolid, Medina del Campo y Segovia.

Se pondría en marcha el primero para intentar desde León el recorrido Astorga, La Bañeza, Benavente, Zamora, Salamanca, Ávila y Madrid. Puede que el tren corto reanudara un poco antes su viaje camino de Madrid, por lo que vendría a resultar verosímil que el mando de la columna miliciana, al cual el general Gómez-Caminero ha sumado en León al comandante de Caballería y diplomado de Estado Mayor Juan Ayza Borgoñós, decidiera entonces seguir hacia Madrid por Zamora.

Por Valladolid no pudo hacerlo, pues llegaban noticias de que la ciudad está ya desde la madrugada en manos de los fascistas sublevados, que han instalado piezas de artillería y ametralladoras en las vías y carreteras para cortar el avance de los trenes y los demás vehículos que transportan a los asturianos. También controlan Palencia, vencida la resistencia de los leales en el Gobierno Civil y la Diputación, en la que se dirá que los alzados hallan armas y dinamita. Dominan además Venta de Baños desde la mañana de aquel domingo 19 de julio.

Parte de los mineros del convoy motorizado salieron de León a las seis de la tarde por la carretera de Zamora que discurre antes por Benavente, después de no haber conseguido más fusiles, dada la negativa de los militares a proporcionárselos. Algunos de sus camiones antes de ponerse en camino habrían empleado unas horas en recoger y recuperar a expedicionarios que se habían adelantado desplazándose hasta las localidades de Santas Martas y Mansilla de las Mulas. Varios jóvenes se sumaron en esta villa a los mineros. Así lo hizo al menos César Álvarez Marcos, electricista de 21 años, y también seguramente Antonio Francisco Santos, ebanista de 17 años, y algún vecino más.

Mano derecha de Azaña, al frente de la expedición

Juan Ayza Borgoñós había nacido en 1892 en Castellón y se casó en Astorga en febrero de 1933 con Josefina Riesco Díaz, siendo padres de dos hijos. Una vez que supo del golpe de Estado, se agregó en León a las columnas mineras desde su veraneo en Vega de Viejos, en la montaña leonesa, para incorporarse en Madrid a su destino.

Siendo su oficial de mayor graduación, además de hombre de confianza de Azaña y su ayudante de campo de mayo de 1931 a septiembre de 1933 cuando aquel fue ministro de la Guerra, comparte desde León la jefatura de la expedición con Martínez Dutor. Compartirán también juntos sus variadas y adversas aventuras. En septiembre de 1937 volvió a ser nombrado ayudante de Manuel Azaña, ya presidente de la República. Y siendo coronel, participó aquel año en la fracasada 'Misión Baraibar' para sublevar a las kábilas marroquíes contra los franquistas. Una vez finalizada la guerra, terminó exiliado con su familia en Lima (Perú), donde abrió una librería. Allí fallecía en 1950.

Transcurridos unos días, muy cerca ya de ser apresuradamente juzgado, condenado a muerte y pasado por las armas por rebelión el 30 de julio, declararía en León el teniente Alejandro García Menéndez que “aquí, por orden del gobernador que le mandó parase en esta capital, se entrevistó con él en el Gobierno Civil, donde se encontró con el general Jefe de Estado Mayor (Rodríguez Ramírez), el general Gómez-Caminero y el general Carlos Bosch, Comandante Militar de León”.

“Habló en aquellos momentos por teléfono con el subsecretario del ministro de la Gobernación, al que preguntó qué hacía, y que le dijo que el ministro de la Guerra daría orden para la entrega de armas, enterándose más tarde en el Hotel Oliden de tal orden. Marchó luego al Cuartel del Cid, en el que se encontró con un comandante de Caballería (Ayza Borgoñós) que resultó -o vino a ser- el jefe de la expedición y de quien recibió el mandato de continuar para Astorga, siéndole entregados en la estación de Villadangos unos 70 fusiles de una camioneta conducida por fuerzas de Asalto leonesas, que quedó allí y en la que aquellas fuerzas regresaron después a la ciudad”.

En cuanto al armamento entregado a los mineros, afirma algún autor que la tan repetida afirmación de que se trataba de armas viejas e inservibles -al margen de las manipuladas- merece cuestionarse, pues parece ser que todas las habidas entonces en los regimientos estaban en perfecto estado, y tan solo se almacenaban las anticuadas o defectuosas en los parques, de los que no existía ninguno en León ni en su provincia. Así, la aseveración habría hecho fortuna porque a todos interesaba: a los sublevados, minimizando la ayuda que se vieron obligados a prestar a quienes al día siguiente serían sus enemigos, y a estos, que justificaban así el mal e ineficaz empleo que hicieron de ellas.

Próxima entrega: domingo 6 de abril.

José Cabañas González es autor del libro Cuando se rompió el mundo. El asalto a la República en la provincia de León. Con una Primera Parte: El Golpe de julio de 2022, y la Segunda Parte: La Guerra, de junio de 2023, ambas publicadas en Ediciones del Lobo Sapiens. Esta es su página web

Etiquetas
stats