Un día en la vida de la cocina de vanguardia en la ciudad de León: el Restaurante Pablo

La ajetreada cocina de Restaurante Pablo justo en el momento de empezar a servir el pase de comida.

Jesús María López de Uribe

¿Qué color tiene el agua de tomate? Pregunta con su espléndida sonrisa Juanjo Losada, el chef de Restaurante Pablo, mientras en la cocina su equipo prepara afanosamente el pase de la comida desde las diez de la mañana. ¿Cómo es la alta cocina leonesa? Se quiso preguntar iLeon.com ante la candidatura de la ciudad de León para ser Capital Gastronómica de España 2018. En un vistazo a la web de Restaurante Pablo se indica que se pretende “plasmar los sabores y aromas de nuestra tierra, a través de los productos zonales y de temporada”. El periodista, siguiendo las órdenes de sus editores, se dispone a comprobarlo 'incrustándose' allí durante un turno de trabajo.

Diez de la mañana. Iván Álvarez Sánchez y Mario González abren el local de Restaurante Pablo situado en la zona peatonal de la carretera de los cubos, cerca de la puerta de la muralla del Hospital de la Regla. Salieron ayer a la una de la noche del pase de la cena. Hoy están otra vez al pie del cañón poniendo todo a punto para el de la comida.

Mario comienza a preparar 60 palos de encina. Una especie de mikados negros que va amasando cogiendo cachitos de una pasta negra de masa de pizza, cerveza y sal que saben a cecina. “Esto fermenta con la cerveza”, explica. Son parte del 'snack' de bienvenida, que viene acompañado con un crujiente de 'hojas de morcilla'. Conversa animadamente con Iván, al que llama 'El Terrible'. “Todo es aprender, he tocado todos los palos. Todo lleva su trabajo”, ríe haciendo una gracia con lo que está haciendo. Lo primero que se nota es que los dos se lo están pasando en grande, y eso que acaban de empezar la jornada.

“Me hice cocinero cuando no existía el boom. Es algo que viví en casa. Hace diez años no quería ser cocinero nadie, así que cuando me puse a estudiar sobraban plazas en la cocina”, asegura Mario. “Es de familia, ya te digo. toda la vida en casa. A mi padre le gustó siempre comer. Mi abuela quiso montar una casa de comidas pero no pudo, porque era una familia ganadera y no tuvo oportunidad. Eso sí, hay días en que te arrepientes. No son las horas, son los horarios, porque trabajas cuando la gente está comiendo. Y cuando hay celebración tú estás metido aquí dentro”.

Iván por su parte reconoce que se metió a cocinero porque su padre se fue a Suiza y aprendió a ser cocinillas. “Y le gustaba tanto que me motivé y venga, a cocinar”. Esto lo explica mientras elabora esferitas de yogur de Coladilla: “El proceso de esferificación no necesita calcio porque ya lo lleva el yogur”, cuenta. Se afanan tanto porque hay que preparar la jornada, adelantando la precocina. “Un día que sabes que está lleno comienzas a las 10:30 de la mañana a preparar no sólo el trabajo del día sino también lo que puedas adelantar para el fin de semana. El menú es largo y hay que prepararlo bien para que llegues con todo, porque si en la cocina no estás preparado y te pilla el toro, mal. Esto tiene sus tiempos”, apunta. “A las 13:30 abrimos la puerta y mas te vale haber estado preparado para lo que te viene encima. Hay que dejar todo a un lado, limpiar y prepararte a servir en tiempo y forma”.

Viéndoles uno se pregunta cuándo comen. “A veces antes, a veces después, a veces nada. Eso sí, el otro día nos pusimos guapos de marmitako”, confesaba Mario jocosamente. “Es lo que hay, los clientes no tienen consciencia de que tenemos vida propia. Salimos a las cinco y media o a las seis de la tarde a veces y volvemos a las ocho y nos solemos quedar hasta pasadas la una de la noche. Puede que además, después, haya alguna cerveza; depende del día. Pasas tanto tiempo con tus compañeros que son tu familia. A veces la tensión es lo que une”, reconoce Iván.

El Restaurante Pablo abre todos los días de la semana y su horario de cocina es de 13:30 a 15:30 horas y de 21:30 a 23:30 horas; “aunque, claro, los clientes se marchan pasadas las cinco de la tarde (y a veces muy pasadas) y a la una de la noche, o más allá”.

Sobre las once de la mañana llegan Yolanda Rojo y Juanjo Losada, los dueños. Juanjo, el chef de Restaurante Pablo, siempre sonriente, es todo energía positiva. Detalla que la cocina de vanguardia lleva sus tiempos de preparación. “Pero como cualquiera que quiera organizar una comida multitudinaria en casa, sólo hay que ver a tu madre o tu abuela en fechas escogidas, que se tira toda la mañana preparándolo todo”.

Así, comentan que todo está planificado, aprovechando tiempos muertos para preparar los fines de semana. “Sobre todo los días anteriores porque en este tipo de cocina los precocinados no sirven y hay que estar constantemente planificando el tiempo para llegar con calidad a las mesas”.

“Esto es como las letras, que tienes que saber cuál colocar en el momento adecuado y todo tiene que encajar para hacer una buena poesía”, compara Juanjo.

Mientras tanto en la cocina están preparando caldo de lechazo, paladeando un helado de leche de oveja de Jabares de los Oteros recién hecho y probando un postre al que llaman cariñosamente “el centro de las rosquillas”, que es en realidad una bolita de masa de rosquilla. Entre los tres comienzan a explicar cómo se preparan las crestas de gallo para uno de los arroces del menú de hoy: se confitan a fuego lento y luego se parten a la mitad, se deshidratan y “se fríen en aceite para que queden como un torrezno”. Tienen pintaza.

El equipo: seis personas para elaborar y servir “cocina natural leonesa de vanguardia”

En el Restaurante Pablo son seis para lo que sea. Tres en cocina, chicos, y tres chicas, una asistente y dos en sala. Los días entre semana la afluencia de comensales es 'algo' más tranquila, pero el fin de semana suele estar completo; así que hay que estar listo para las reservas. Eso sí, no cierran nunca. Es decir, que para estar operativos domingo y lunes, hacen turnos y el que no descansa esas jornadas lo hace entre semana.

Todos los días hay producto fresco. Hoy, miércoles, hay lacón, nata, huevos, arroz, vino para cocinar... y ostras. Lo revisa todo Yolanda, la heredera de aquel negocio hostelero de cocina tradicional que tuvo tanto nombre en León en los 70 y que llevaban sus padres. Juanjo llegó años más tarde, y le dio el cambio que hoy lo hace ser uno de los centros de la vanguardia gastronómica leonesa. Aún así dice que se siente “un poco indie”, dentro de lo que es el 'famoserío' del sector en la ciudad. “Salimos poco en los medios, pero aquí seguimos haciendo un montón de cosas divertidas e interesantes sin hacer mucho ruido”, apunta.

¿Cómo hacer que en un restaurante de este tipo de cocina tan dedicada y esforzada dé beneficios? Pues siendo inteligentes. No es un restaurante al que ir todos los días, salvo excepciones de clientes agradecidos, así que no tiene carta a escoger. Lo que plantean Juanjo y Yolanda es ofrecer un menú degustación durante más o menos dos semanas, “siempre dependiendo de los productos de temporada”. Ahí está el quid: producto de la época y de León. La apuesta decidida de Juanjo: “No puedo comprender cómo se puede tener un restaurante y no usar los buenos productos de la tierra en la que estás, no podría concebir la cocina sin darles el total protagonismo. Hay que hacer patria de lo de cada uno porque eso redunda en beneficio de todos y alimenta el ecosistema económico”.

Por su parte, Mario explica orgulloso que el excepcional helado de leche de oveja de Jabares de los Oteros que rondaba antes por ahí en forma de helado “va en tres horas de la teta a la cámara de helado, es una gloria y una delicia”. Normal que hable bien de él, no sólo está 'teta', sino que la explotación de la que proviene es de familiares suyos (en Jabares de los Oteros, que elabora el Queso Praizal, premiado como Mejor Semicurado de España en 2016).

“Es chulo intentar usar productos cercanos, y debería ser todo así en un restaurante de este tipo”, reitera Juanjo mientras se aplica en ir preparando lo que denomina él como la filosofía gastronómica del Restaurante Pablo: “la cocina natural leonesa de vanguardia, con productos naturales sin aditivos”.

Iván sigue a sus tareas mientras reconoce el trabajo de su jefe: “Lo más difícil es montar y combinar el menú. Hay que ser un máquina para hacer esto”. Para Juanjo está todo muy claro: “El menú está ideado para que sea equilibrado, jugamos a que te sorprendan las texturas y te llenen los sabores”. Y vaya que si llenan.

Una forma de comer diferente con sabores y texturas

“Esto no es un buffet libre, no vienes a comer hasta reventar, vienes a comer bien”, salta Iván, y después Mario añade: “A disfrutar de una comida diferente”. No es que recelen de la mano de la abuela, todo lo contrario: “No se es buen cocinero si no se sabe hacer bien el plato tradicional -coinciden-, porque si no te sabes la base... ¿Qué estás haciendo cuando reinventas los platos si no sabes dar con los sabores originales? Esto no es sólo hacer bonito, es hacer que el cliente disfrute del sabor y las texturas, que evoque cosas”. “Vamos, que salga feliz”, remacha Juanjo.

No sólo de cocina vive un restaurante. También hay una sala. Y un almacén. Y Yolanda, la más 'veterana' de Restaurante Pablo (la original, la que sí vivió y se curró el Restaurante Pablo de los setenta) se encarga de ella junto a Lidia Martín, su 'mano derecha'. Los padres de Yolanda, Pablo y Maruja, sacaron adelante un local mítico en León por sus ancas de rana, bacalao ajoarriero, sopas de trucha, mollejas y otros platos que hacían furor en la época. Toda esa experiencia, tras el paso por aquel establecimiento (este periodista que suscribe jurará que los espárragos en salsa de oricios que preparaban eran una de las cosas más maravillosas que ha probado en la vida) sublimó en 2005 en el proyecto actual. Primero en el cruce de Michaisa y desde hace tres años en la carretera de los cubos, a la falda de la catedral, pasando la puerta de la muralla del Hospital de La Regla.

“Hemos trabajado mucho en renovar de concepto, lo que no es fácil cuando tienes un restaurante más sencillo que encima funciona; pero el esfuerzo ha valido la pena. Por cambiar hasta nos hemos cambiado de local y todo, y la cosa va bien. Como para no estar satisfecha tanto del pasado y del presente, e ilusionada con el futuro”, manifiesta levantando levemente la barbilla. “Siempre digo que si mi padre hubiera visto a lo que hemos llegado no cabría en sí de orgullo”, dice la única de los cinco hermanos que continuó en el negocio hostelero. No es para menos: el esfuerzo, el saber hacer y el saber estar es algo que todo el mundo de la gastronomía leonesa les reconoce.

A las once de la mañana llega Lidia Martín, la especialista de sala, que se encarga de poner la mantelería nueva y plancharla todos los días sobre las mesas. Más de cincuenta manteles, muletones y sobremanteles que se llevan en tandas a la tintorería dos veces a la semana. Lo que exige una afinada logística y exhaustivo conteo para que no se quede ninguna mesa sin vestir. También de colocar la decoración central (según la estación del año, más floral en primavera y verano) y la disposición de cada una de las nueve dispuestas en una jornada habitual, once todo lo máximo en una especial. Todo al detalle. El restaurante tiene capacidad para unos treinta comensales un día normal, “aunque se podría preparar para más, sobre todo los fines de semana y en las temporadas fuertes”, según Yolanda. El mes de diciembre es uno de los más demandados, por las tradicionales comidas de Navidad y de empresa. Y, obviamente, es cuando más jaleo hay.

El menaje elegido por Yolanda y Juanjo es acorde a lo que se necesita, pero en un número enorme: centenares y centenares de copas Riedel, de cubiertos, de platos; además de una amplia variedad de fuentes, cuencos, tazas y todo ello de diseño. Y los uniformes, también. De la diseñadora leonesa Liza Santos y su marca 'Las Antonias', de motivos de camuflaje y escocés. El fin de semana, como es especial, llevan un moderno kimono.

Lidia deja todo listo para presentar la disposición de las mesas a los comensales durante una hora por la mañana y otra por la tarde. Luego prepara las bebidas especiales para el maridaje y comprueba los vinos. Lleva trabajando diez años, desde los 16, pero no perdió el tiempo y se esforzó para formarse a la vez. Tiene los títulos de Cocina y Grado Medio de Sala que estudió en Zamora (ella es de Corrales del Vino y los compañeros, para chincharla le preguntan cada dos por tres: “¿Eras... de Morales, no?”); y Dirección de Servicio, en León. “Mi objetivo es hacer las cosas lo mejor posible, ser la mejor. No vale cualquiera, me molesta que haya algo mal, quiero tener un servicio perfecto”, confiesa. Y siempre con una sonrisa, la exigencia fundamental de un encargado de sala: “Si tienes mal día no se puede mostrar y nadie lo debe notar, hay que valer para esto”. A ella le gusta la cocina, pero prefirió especializarse “porque puedes componer platos delante de los clientes y conversar con ellos; además, cocineros hay muchos, pero gente buena de calidad en sala hay poca”.

Respecto a los vinos, la bodega está bien surtida. Disponen de 80 referencias en carta y alguna sorpresita para clientes avezados. Todas de vino 'natural', con levaduras autóctonas de cada bodega, sin sulfitos como conservante. Una apuesta clara de Juanjo clara por lo orgánico, sin añadidos artificiales. El cliente puede elegir entre una botella determinada o el maridaje de vinos por cada plato, que comienza con cerveza y también tiene fermentados como el 'kvas' y la kombucha. Una delicia a mayores para disfrutar aún más de la comida, porque Restaurante Pablo es un lugar diseñado y organizado para eso mismo. En el menú de hoy la cerveza ayuda a limpiar el paladar y a empezar la digestión, y se marida con los 'snacks' y aperitivos; también se sirve sidra de hielo, que se hace con manzanas congeladas; la manzanilla o vino francés de Chardonnay se sirve en el plato de ostras; el pescado con vino blanco, godello de León; la carne con tinto de Ribera Sacra; y el postre con vino dulce, “aunque a veces jugamos con los fermentados que preparamos aquí, como la kombucha mezclada con Pedro Ximenez para introducir elementos especiales en el maridaje”, explica con prisa Lidia mientras va organizándolo todo. De ella Yolanda asegura que sabe tanto sobre cerveza, “que me ha enseñado a mí, la sumiller, un montón; es una crack”.

Por su parte, los cocineros comentan cómo se elabora la paletilla de lechazo a baja temperatura. Se cuece a 63 grados durante 24 horas en una bolsa al vacío con sal, pimienta y romero. Para ello se usa máquina llamada Roner Digital. Ésta calienta una 'piscina' que permite mantener la temperatura exacta con una diferencia de 0,01 grados durante todo el tiempo que sea necesario y de forma estable. Luego, se mete al horno a la misma temperatura para conservar la textura “porque si no se estropea toda la cocción de las 24 horas”, se corta en porciones, y finalmente a la hora del pase se fríe en plancha con aceite para dorarlo. También enseñan un truco para que las berenjenas queden blancas y no se oxiden al cocinarlas: se pinchan con un imperdible y se meten cuatro minutos al microondas; luego ya se puede trabajar con ellas en la cocción. Todo se basa en procesos, aparte de que luego el cocinero ponga su toque, tras haber aportado primero su magia en la confección de cada plato.

El Restaurante Pablo tiene unos fogones enormes y una serie de máquinas que permiten elaborar todo tipo de alimentos con multitud de texturas. Entre ellos el Roner anterior y un horno de temperatura de precisión, una enorme olla a presión como las de la abuela, un microondas, una thermomix (vale para todo) una deshidratadora y una envasadora al vacío; entre otras. Y posiblemente la máquina más alucinante de todas las que hay en los restaurantes de calidad que se precien, la 'Paco Jet'. Un artilugio que es capaz de hacer helado de cualquier cosa: como si lo quieres hacer de morcilla, o de gambas. “Es increíble” comentan todos. Y sí: lo es.

Llega la que falta del equipo, Camino Arias, sobre la una de la tarde. Ella se encarga como una hormiguita de tener todo ordenado y limpio para que trabajen los tres chicos de la cocina sin tropiezos y sin molestar su labor. En ese momento preparan parte del plato de arroz para los comensales de la tarde y organizan el espacio de trabajo.

Juanjo vuelve a sonreír y hace la pregunta del día al periodista: ¿De qué color es el agua de tomate?

Zafarrancho de combate, entra el cliente: objetivo, servir el menú

Logística de mañana aparte, bien organizada como si fuera un cuartel (lo mismo harán por la tarde, a las ocho, para preparar el pase de la cena), en cuanto entra el cliente se acaba el cachondeo: “Organizamos la salida de platos de cada mesa y hablamos bajo”, deja claro Yolanda.

Y así es, llegan los primeros comensales sobre las dos de la tarde. Desde hace más de una media hora antes Camino se ha afanado en disponer que todo esté listo para que los cocineros puedan trabajar sin obstáculos y con precisión. Está claro que toda labor tiene su momento perfectamente identificado para estar preparados ante lo que viene. Profesionalidad milimétrica.

Nada más entrar los tres primeros clientes con una niña de unos dos o tres añitos -a la que se le pone una silla especial- se observa como una especie de zafarrancho de combate efectivo, pero sigiloso. En menos de dos minutos los cocineros se ponen a trabajar en riguroso silencio. Todo a buena velocidad, pero no frenética. Desde fuera se observa como si fuera una especie de coreografía: saben qué les corresponde hacer y dónde estar en cada momento en la cocina. Juanjo, Mario e Iván se comunican mediante gestos y una especie de telepatía como si fueran jugadores de un equipo de fútbol de primera división. Comprueban todo antes de emplatarlo, con técnica, más técnica, delicadeza, pasión y precisión. Van a estar, al menos, dos horas y media así; a piñón.

Llega la hora de servir el menú y ahí estarán Yolanda y Lidia. A cada cual más perfeccionista. Hay tres mesas en la sala. Las ocupan 8 personas. Dos reservadas de tres comensales con la niñita y otras tres mujeres de mediana edad, y la mía. Técnicamente, como periodista, estoy aquí para hacer un reportaje de cómo trabajan y cómo es comer en un local de alta gastronomía. Me sientan a la mesa.

Toca describir en primera persona cuál es el resultado de todo el trabajo del equipo de Restaurante Pablo sin ser siquiera un experto de los de Master Chef, programa que nunca he visto más de diez minutos seguidos, aunque sea claramente de 'buen comer' (la dieta siempre comienza mañana, dicen).

La comida, en mi caso, comienza a las 14:20. Lo apunto para ver a qué hora termina el servicio individual. Lidia sirve los palos de encina junto a los crujientes de morcilla. “Se come todo menos la piedra”, explica. Alucino luego con una preparación de cangrejo que se come con una 'cuchara' que es una hoja de limonero, que viene acompañado con lomo curado de ciervo. Todo delicioso. Y antes de llegar los platos propiamente dichos me ponen un dado de mantequilla con sal Maldon. Tercera preparación: “Lengua con foie sobre un crujiente de manzana y apionabo”. Madre mía, qué bueno está. Y la sidra de hielo del maridaje. Le toca el turno al arroz de crestas de gallo, con una yema de huevo curada en soja (y ya van cuatro platos como si nada). Contundente de sabor y muy rico.

Echo un vistazo por encima de la mesa y compruebo cómo el ambiente distendido y trajinado de la mañana ha cambiado por completo. Todo el jaleo y ruido de trabajo preparatorio ha pasado a un momento de paz con música ambiente 'lounge'. Entran tres clientes más al restaurante sin reserva previa. Ya son diez clientes en la sala (y yo anotándolo todo). Antes de que llegue el quinto plato a mi mesa (ostra con lacón) entra otro grupo más numeroso de cuatro personas mayores, con dos bebés en sus carritos. En total comeremos 15 a todo lujo. Por cierto, ganan las mujeres 8 a 7.

Vuelvo a comer, que se me enfría. Me doy cuenta de que el sabor del arroz con crestas llena por sí solo. Casi agradezco que no sea un plato grande de menú del día por muy bueno que esté. Mientras, Lidia va cambiando los cubiertos por cada plato en una bandeja de madera que recuerda a un restaurante japonés de película. Da un punto de diversión y elegancia propio de este tipo de restaurantes. No sólo la comida está fenomenal, el servicio es todo un espectáculo de detalles que son guiños constantes al buen comer y la cultura visual.

Llega el lacón con berza, ostra, agua de tomate y 'hoja de ostra'. “Mira, el agua de tomate de antes, que preguntaba Juanjo”, me digo. ¿Pero hoja de ostra? Yolanda sirve el plato y advierte que es un vegetal especial que tiene un sabor que recuerda al molusco. “Te va a sorprender, ya verás”. El plato está tremendo. ¡Y la hoja sabe de verdad a ostra! Que sea, además, crujiente como una lechuga, me deja con los ojos bien abiertos. El agua de tomate le da, además, un momento chup-chup de sopa muy curioso: de casa de toda la vida cuando 'apetece'. Pero también es un plato que sabe a puerto. Está tan bueno todo, que me he olvidado que estoy trabajando: no tengo claro si he sacado la foto antes de comenzar a comérmelo.

Por cierto: jolín, cómo está el lacón.

Después llega el bonito con tomatillo verde y aguacate. Una especie de marmitako deconstruido. Se activan los 'genes' de mi rancio apellido vasco. Dicen que es en el punto del pescado donde se nota si este tipo de restaurantes de alto nivel es bueno o no, como pasa con las croquetas en uno de cocina tradicional. Desde luego, este plato no creo que deje indiferente a nadie; la salsa está deliciosa y la textura del bonito, espectacular. Mi 'vasconguidad' pasada por el tamiz familiar riojanico, más mi dureza por nacimiento leonés (y mi peculiar mala leche a la hora de dar el visto bueno a las cosas), le da buena nota. Va a ser que sí, que esta cocina tiene nivel.

Ya empiezo a estar bastante lleno y aún queda el lechazo de los 63 grados centígrados que he visto preparar en el Roner durante la mañana. Muchos dicen que en este tipo de restaurantes de alta cocina no dan casi de comer, pero no es cierto. Aparte de que no es lo mismo presentar la comida a lo ancho que a lo alto, como se hace en el emplatado de alta cocina. Además el festival de sabores que ofrece Restaurante Pablo sacia bastante ya de por sí.

Paro un poco y bebo agua para limpiar el paladar (dicen que es lo mejor que se puede hacer entre plato y plato, y vino y vino) y observo de nuevo al equipo: Iván está poniendo delicadamente pizcas de algo en los platos que están a punto de salir, Mario afilando cuchillos y vigilando que la carne quede bien dorada, Lidia organizando los cubiertos y organizando los platos, Yolanda atenta a los comensales y vigilando que todo esté perfecto, Juanjo en la cocina aunque de vez en cuando sale a presentar algún plato repartiendo su presencia entre los comensales.

Son las 15:28, acaba de llegar un comensal más. Empate entre hombres y mujeres. Ya somos 16. Yolanda lo trata como si fuera alguien de la casa. Debe ser una especie de 'parroquiano', porque el sitio lo merece (más tarde me explican que es un 'gourmand', una persona amante de la buena cocina, que iba todos los días al antiguo Vivaldi y que les visita muchas veces, y que disfruta de medio menú y un pequeño maridaje cada vez que viene). Ahora llega la paletilla de lechazo, verduritas y yogur (la que me contaron cómo se elaboraba). La presentan con un cuchillo albaceteño digno de Curro Jiménez, otro detalle visual divertido para la carne. Aquí está la esferificación de yogur de Coladilla que me enseñó Iván por la mañana. Al meterla en la boca explota y da la sensación de meter una nube láctea dentro de ella. La carne, deliciosa. Las verduras, en su punto, crujientitas. No es cuestión de 'empapuzarse', pero yo que tengo un buen saque ya empiezo a pensar que lo que venga de comida a partir de aquí puede ser considerado ya pecado de gula.

Se van los primeros clientes, los que empezaron veinte minutos antes que yo. Sí que va a estar medido el tiempo de cada comensal, porque a mí me queda sólo el postre de moras y el café. Son los que venían con la niña pequeña (que, por otra parte, no ha dado ni un ruido), que se lo está pasando en grande saltando junto la puerta. Reconozcámoslo, no existe fobia del comensal a los pequeños bien educados. Que llegue a la vez el postre de moras con chocolate y helado de leche de oveja, junto a la mezcla de Pedro Ximenez con la kombucha que me recomienda Lidia, es como una metáfora: la verdad es que es probar el postre y emocionarse como un niño.

Uf. El postre da el punto exacto de cantidad de comida. Buenísimo, pero ya a uno le apetece el café antes de sucumbir. Sin duda estoy lleno. Son cerca de las 15:40 horas. Eso sí: madre mía el Pedro Ximenez con la kombucha; toda una experiencia, la verdad. El café (lo pido solo, largo, americano y lo endulzo con piedras de azúcar) viene acompañado con los centros de las rosquillas en una bandeja con piñas de pino. “La piña no se come”, me dicen con un guiño.

La sobremesa, llena de agradecimiento

En esto oigo a uno de los clientes que llegó sin reserva, y que ya se va, decirle a Yolanda y a Juanjo: “Nos recomendó una chica que viniéramos y tenía razón, una delicatessen”. Toma piropo. Antes de irse, los dos les explican que el menú cambia cada quince días más o menos. Concuerdo con el cliente anterior. Está todo supremo. [Nota al margen: algunos pensarán que exagero, pero si no vienen a constatarlo no podrán intentar dejarme en mal lugar; mejor eso que opinar en los comentarios sin haberlo comprobado en persona].

Termino de comer en poco más de hora y media, y eso que he ido lento disfrutando de todo y pendiente del bloc de notas. Entre tanto, antes de salir, tomo más apuntes para este reportaje y no puedo dejar de recordar el chocolate del postre, porque me he tenido que chupar los dedos para no manchar la libreta. Y cómo estaban los agujeros de las rosquillas... otro “madre mía” (hola mamá, tu también cocinas de lujo no es que te 'traicione'), porque están ricos, no. Riquísimos.

Menuda experiencia. Es cierto que no es para todos los días, pero dejo escrito en el bloc que “para celebrar un momentazo merece la pena pasar otro inolvidable como este”. El menú cuesta 42 euros, a lo que sumar 18 de maridaje (o lo que quiera que cueste la botella de vino que se elija). 60 euros, que no es poco, pero que sí lo parece en comparación con lo recibido. Hago cálculos: en cualquier restaurante tradicional con nombre un primer plato sale por 8-10 euros, un buen entrecot por 15, el postre por otros 5 y la botella de vino unos 12-15 euros. Total entre 41 y 45 euros. En realidad no hay tanta diferencia, un 50% a mayores de precio. Con todo el trabajo que lleva, si esto lo hicieran nuestras abuelas o nuestras madres haríamos colecta popular para ponerlas en un pedestal. Y tampoco es que comamos en restaurantes todos los días, pero un homenaje de este tipo al trimestre supone tan sólo ahorrar 20 euros al mes. Lo que viene a ser menos que comprarse una camisa. No hay excusa que valga, merece la pena poner en nuestras agendas la cocina de vanguardia leonesa.

Son las 16:20 horas. Yolanda sigue organizando los cubiertos para la noche. Juanjo se acerca y con su amplia sonrisa me pregunta que qué tal. Me rindo ante él y le reconozco que soy feliz. Sólo se me ocurre decir, con toda la inconsciencia de alguien que disfruta con todo esto pero que no es nada experto, que su cocina “es fresca y floral, de las mejores de una ciudad donde hay grandes maestros”. Me lo agradece mientras intento contener mi vena riojanica exaltada cuando algo me encanta. La que me ha hecho decir eso sin pensar, sólo por puro sentimiento.

A las 16:40 salen del restaurante Iván y Mario. Antes he estado hablando con ellos y reiterarles mi agradecimiento por la comida (intentando ser lo más comedido posible esta vez). Éste último reconoce que se ha despertado a las 6 y media de la mañana y que no se ha sentado hasta el momento. Camino también termina sus labores y marcha para casa: “Nunca he venido tan contenta a trabajar”, dice con satisfacción evidente. “Y eso que trabajo al revés de todo el mundo; y aún así feliz no, lo siguiente”. A las 17:00 horas también se va a descansar Lidia. Aún quedan dos grupos de personas. Juanjo y Yolanda se quedan conversando con los últimos clientes, unas profesoras de secundaria que muestran su más absoluta felicidad y que gracias a ellas compruebo que no soy el único. Les agradecen encarecidamente la experiencia. Son de haber venido más veces, parece.

Los dos dueños del restaurante son los que reciben las felicitaciones de los clientes, pero no es de extrañar, porque son de espíritu alegre y trato maravilloso; es difícil no quererles y admirar lo que hacen a poco que se les conozca. Lo que han hecho con el nombre del antiguo 'Pablo', transformarlo y ponerlo otra vez a la mayor altura de prestigio entre su clientela, es admirado por todos en la ciudad. Pero aunque hay clientes todavía, hoy no es posible mantener una sobremesa larga. Hay que cerrar rápido, porque a las cinco y media asisten a un acto en el Ayuntamiento para apoyar la capitalidad gastronómica de León. Este martes 17 de octubre conoceremos el resultado, aunque todos los leoneses esperamos ganar por el bien de la ciudad y de la provincia.

Salen a las 17:18 minutos arreglados, decididos y a toda prisa con la alegría y la fuerza que les caracteriza. Exactamente igual a lo que es la vida de Restaurante Pablo y todo lo que se hace en él.

A las 20:00 horas estarán de nuevo los cinco del equipo prestos al servicio de noche. Y a las 10:00 de la mañana del día siguiente, vuelta a empezar. Y así todos los días. Tiene mucho mérito.

Tras todo lo vivido en un turno de un restaurante de alta cocina, uno se da cuenta de que al final no ha sacado la foto del plato de ostra con lacón (capón para mí por ser un tragaldabas) ni dado respuesta a la pregunta sobre de qué color es el agua de tomate. Sin embargo tras lo enormemente disfrutado no tiene importancia. Lo que sí es que a los cocineros les importe sólo una cosa: que sepa de verdad a tomate. ¿Qué es la cocina leonesa vanguardista? Eso sí que puede responderlo más allá de este reportaje una reserva para una mesa en el 'Pablo'. Me apuesto una invitación a que la gran mayoría repetirá la experiencia.

Y más aprovechando la importancia que ha tomado León con el reconocimiento para ser ciudad gastronómica en España. Porque en la provincia todo el mundo sabe que se come fenomenal; y es hora de que se sepa también que en Restaurante Pablo, de lujo.

Certificado: no se pierdan esta singular experiencia gastronómica.

Nota final. La labor del periodista es responder a todas las preguntas que se hace: el agua de tomate, una vez consultado con el chef, es... del color del agua; y, caray, sabe exactamente a tomate.

CONTENIDO EXTRA: pase el carrusel de fotos del menú degustación

Palos de encina con hoja crujiente de morcilla

Preparación de Cangrejo y Lomo Curado de Ciervo

Dadito de mantequilla con sal Maldon

Lengua con foie

Arroz de crestas de gallo

Bonito con tomatillo verde y aguacate

Paletilla de lechazo a baja temperaturas

Postre de moras con chocolate

Bandeja con cacao y 'agujeros de rosquillas'

Café

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