Lola González, la mujer, la abogada laboralista y la militante comunista que siempre salió perdiendo en la Transición
Cuesta imaginar tanto dolor. Lola (Dolores) González Ruiz, nacida en León en 1946, estaba en primera fila de los estudiantes universitarios antifranquistas compartiendo militancia en el FLP (Frente de Liberación Popular, conocido popularmente como el Felipe) y planes de boda con Enrique Ruano cuando ambos son detenidos en enero de 1969, a él se lo llevan a registrar un piso y la versión oficial dijo que se suicidó tirándose desde un séptimo piso... Habiendo podido rehacer su vida con el amigo de ambos Javier Sauquillo, ya casados y militando en el PCE (Partido Comunista de España), él resulta asesinado y ella muy malherida por pistoleros de extrema derecha en enero de 1977 en el despacho de abogados laboralistas de Atocha, 55. Poco más de dos meses después legalizaron al PCE. “Y yo ese día lloré como nunca”, diría muchos años después González. “Esto sí que me parece el colmo. ¿Para qué hemos muerto?”, se pregunta sin ocultar su desencanto por lo que el partido tuvo que transigir para presentarse a las elecciones. Mientras España avanzaba en plena Transición a la democracia, ella perdió a su novio, a su marido y la batalla política de una vida.
Lola González nació el 19 de octubre de 1946 en León, donde pasó buena parte de su infancia. Su abuelo paterno, Dídimo González, fue fundador del comercio textil La Perla, que en la capital leonesa estuvo primero en la Plaza Mayor para pasar a su actual ubicación en la calle La Rúa. La rama paterna procedía de Zamora y la materna de Cantabria, otros dos puntos de referencia a lo largo de su vida, según expone Javier Padilla en su libro A finales de enero. La historia de amor más trágica de la Transición, publicado en 2019 y ganador del Premio Comillas de historia, biografía y memorias. No resulta sencillo seguir la pista de la niñez de Lola González, que con apenas 11 años de edad se trasladó con su familia a Madrid. Su padre, Alberto González, que había sido alférez en la Guerra Civil, regentaba en capital de España Sederías González.
Llegada la adolescencia y la juventud, su vida da un giro. Sobran los ejemplos: los de hijos de familias acomodadas y de fuertes vínculos religiosos que plantean una ruptura con la generación de sus padres. “Nosotros éramos hijos de los vencedores (de la Guerra Civil). Pero no nos gustaba ser hijos de los vencedores”, señala Margot Ruano, que conoció a Lola González a través de su relación con su hermano Enrique ya en la etapa universitaria. “Yo los adoraba. Y era la salvaproblemas”, cuenta al recordar cuando la llamaban porque se les había averiado la moto. Chusa Alonso Otero, que desciende de una familia de Rabanal del Camino (Santa Colomba de Somoza), conoció a Lola González ya a través de los despachos de abogados de Manuela Carmena y Cristina Almeida. Y cierra la cuestión de la ruptura generacional de forma muy ilustrativa: “Hablábamos un lenguaje distinto. En casi todas las casas se hablaba de la Guerra. Y nosotros estábamos hasta los cojones de eso”.
La forma de canalizar aquel descontento fue en muchos casos la integración en el movimiento estudiantil, uno de los escasos frentes de oposición a la dictadura franquista en una década, la de los años sesenta, en la que ya también habían despuntado las revueltas mineras, sobre todo a partir de la huelgona de 1962. Con los estudiantes universitarios a la carrera delante de los grises se abre la serie de Televisión Española (TVE) Las abogadas, que en estas últimas semanas ha repescado aquellos tiempos pivotando sobre las figuras de Cristina Almeida, Manuela Carmena, Paca Sauquillo y Lola González, la única ya fallecida y la menos conocida de las cuatro. En un ambiente muy politizado y de alto voltaje intelectual, la leonesa reconocería después cierto “complejo” en una entrevista del documental Éramos pocas, realizado en 2007 por alumnos de la Universidad Complutense de Madrid con la colaboración de la Fundación Abogados de Atocha. “Estos chicos cuánto saben y yo no soy capaz de expresarme con tanta agilidad”, dice que pensaba entonces. “A Lola seguramente le costaba más expresarse que a otros. El ambiente en la universidad era entonces muy masculino”, determina Javier Padilla.
El caso es que la estudiante leonesa de Derecho se va integrando. Y forma una especie de triunvirato junto a Enrique Ruano y Javier Sauquillo, resumida en una foto icónica de los tres. Milita en el FLP. Pese a no ser la que más habla, lo que dice va en una dirección muy determinada. “Lola tenía el máximo interés no sólo de derrocar al franquismo, sino de derrocar al franquismo desde un prisma de izquierdas”, evoca su compañero en el Felipe y también entonces alumno de Derecho unos cursos por detrás Juan Ruiz Manero. La frase de este jurista, hoy catedrático jubilado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Alicante, cobrará mucho sentido cuando avance la Transición y González se sitúe entre los desencantados con un proceso que seguramente se aceleró precisamente por aquel estado de movilización. “Sin revuelta social, no habría habido Transición”, concluye Chusa Alonso.
Lola tenía el máximo interés no sólo de derrocar al franquismo, sino de derrocar al franquismo desde un prisma de izquierdas
La vida da otro vuelco cuando, ya emparejados, Lola González y Enrique Ruano son detenidos en enero de 1969 y trasladados a la Dirección General de Seguridad acusados de haber repartido propaganda ilegal. Sometidos a torturas para que revelaran el domicilio al que correspondían unas llaves encontradas entre las pertenencias de Lola, aguantaron hasta calcular que ya lo habrían abandonado unos jóvenes llegados del País Vasco. Finalmente, agentes de la Brigada Político-Social se llevaron a Enrique a registrar el piso, ubicado en la actual calle Príncipe de Vergara. La versión oficial, la de que el estudiante se desembarazó de la custodia y su arrojó al vacío, se puso en solfa cuando se reabrió el caso ya en los noventa y los jueces determinaron que había sufrido una lesión previa “no compatible” con su caída causada por “un objeto cilindrocónico”, presumiblemente una bala, si bien esto no pudo acreditarse... dado que al cadáver le faltaba un tercio del hueso de la clavícula.
El episodio fue un mazazo emocional, agravado por la intervención del entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, y por una publicación en Abc en la que se descontextualizaban escritos resultantes de las consultas de Enrique Ruano con un psiquiatra como si fuera un diario en el que se acreditaba una supuesta tendencia suicida. “No quiero vivir sola con esta pena”, le dijo Lola a Margot Ruano, que se quedó en su casa durante unos meses. “Para mí era más que una hermana”, cuenta ahora Margot, que la recuerda como “cercana y abierta”. “A Enrique Ruano lo han asesinado”, clamaban ya entonces los compañeros universitarios. Para evitar que se desbordaran las movilizaciones, el régimen declaró el Estado de Excepción en España.
Concluidos los estudios e integrada como abogada en los despachos laboralistas, Lola González va superando el drama personal abriendo una carrera profesional en tiempos en los que defender a un trabajador despedido injustamente también era un ejercicio de recuperación de las libertades. Chusa Alonso, que había estudiado Económicas, la conoció a principios de los setenta en el despacho de Españoleto. “Yo al principio iba allí como cliente”, cuenta Alonso, que pasó en 1972 por la cárcel por repartir propaganda ilegal. Luego incluso llegó a forjar una colaboración con González al intentar extrapolar de Cataluña un sistema de pagos en función de la rentabilidad de las máquinas de las empresas. Margot Ruano, que no había seguido la tradición familiar del Derecho y se había matriculado en Filosofía y Letras, luego también ejerció funciones en aquellos despachos de abogados, donde Lola González reencontró el amor en la tercera pata de aquel triángulo de estudiantes, Javier Sauquillo, hermano de Paca Sauquillo con el que acaba casándose.
Se quiso hacer un discurso sobre la Transición de que no hubo vencedores ni vencidos; el problema es que sí los hubo
La vida parece estabilizarse mientras la del país se prepara para un período de cambios. Los jóvenes abogados, acostumbrados en casa y en los juzgados a oír frases como “qué queréis si lo tenéis todo”, también reciben recurrentes amenazas a través de llamadas telefónicas y sufren detenciones. Disuelto el Felipe, la mayoría desembarcan en el PCE (en el caso de Lola, tras el Proceso de Burgos). Muerto Franco y ya con Adolfo Suárez en la Presidencia del Gobierno, España se enfrenta a finales de enero de 1977 a los días más complejos de la Transición. Con una huelga del transporte como telón de fondo, varios pistoleros entran el 24 de enero en el despacho de Atocha, 55 y descerrajan varios disparos sobre un grupo de abogados y trabajadores del bufete. Javier Sauquillo muere pocas horas después. Lola González queda malherida sobre el cuerpo de su marido: una bala se le montó en una muela hasta someterla a años de operaciones y complicaciones. El impacto emocional, apenas ocho años después de perder a Enrique Ruano, fue todavía más demoledor. “Mi desgracia, la desgracia que me perseguirá por el resto de mi vida, es que no perdí el conocimiento”, diría años después en un documento del Festival de Cine Memoria Democrática la propia González. “Nunca después de aquello dejó de tener miedo. Vivió aterrorizada”, señala Chusa Alonso, que pasó temporadas con ella y más amigos en la casa familiar de Rabanal del Camino.
Paradójicamente, la matanza de Atocha aceleró la Transición. El PCE controló la respuesta con una exhibición de fuerza silenciosa y ordenada para despedir a los fallecidos por las calles de Madrid. El 9 de abril el partido quedó legalizado a costa de acatar la monarquía y la bandera. “Todos estábamos de acuerdo en la reconciliación. Otra cosa es el cómo y el porqué”, cuenta Chusa Alonso. “Yo había estado en la cárcel y no quería volver. Pero Lola lo vivió como una decepción”, añade. No fue la única. “A nosotros”, refrenda Juan Ruiz Manero, “la legalización del PCE nos causó una enorme decepción. Sí queríamos la legalización, pero no de aquella manera. Me temo que también era una cuestión generacional. Había personas que nos sacaban 20 años o más. Santiago Carrillo, que sería el arquetipo de esa generación, creía que el partido era suyo; y nosotros éramos unos alquilados”.
Me resigno a decir que soy una víctima de Atocha, aunque incluso yo misma me rebelo contra eso. A que se me conozca como personaje público por esta cosa
El relato canónico de la Transición se asienta sobre el protagonismo de muy contados líderes políticos y sociales. “Se quiso hacer un discurso de que no hubo vencedores ni vencidos; el problema es que sí los hubo”, reflexiona Javier Padilla tras constatar el disgusto de Lola González por el hecho de que, en la nueva coyuntura política, les fuera “tan bien” a personas que “no pagaron sus responsabilidades” por el caso de Enrique Ruano como Manuel Fraga y Torcuato Luca de Tena, este último al frente de Abc en las polémicas publicaciones citadas. “Y eso a Lola, y a mí también, le indignaba”, añade el autor de A finales de enero, un libro que surgió de sus conversaciones con Sergio Suárez, editor en Pre-textos y uno de los responsables del Colegio Mayor Chamanide en Madrid.
Haciendo frente a su delicada salud, Lola González consolida su carrera de abogada, que se fue diversificando para abordar también otros ámbitos como las luchas de las asociaciones vecinales (“probablemente ahí fue donde se sintió más realizada”, sugiere Padilla) hasta establecerse como funcionaria de la Comunidad de Madrid. Pese a no salir elegida, se presentó por Izquierda Unida en el número cinco en las primeras elecciones europeas en España en 1987. Emparejada ya con José María Zaera, se decantó en 2014 por Podemos. “Muchos lo vimos como la auténtica candidatura de izquierdas”, sostiene Chusa Alonso, que la recuerda en Rabanal del Camino, quizá desubicada lejos de Madrid o de la playa en Santander: “Y era mandona; como yo”. Su visión crítica con la Transición acabó extendiéndose al concepto de memoria histórica limitada a la Guerra Civil y la posguerra sin reconocer a las víctimas de la lucha antifranquista entre los años sesenta y setenta.
Su vida se apagó, como de la Enrique Ruano y Javier Sauquillo, a finales de enero. Falleció en Madrid víctima de un cáncer el 27 de enero de 2015. “Me resigno a decir que soy una víctima de Atocha, aunque incluso yo misma me rebelo contra eso. A que se me conozca como personaje público por esta cosa. Fue una inutilidad, fue una gran desgracia que aceleró el proceso. Esa es mi gran desgracia, que por qué tengo que estar yo en medio siempre para que se aceleren las cosas”, dice en un fragmento recogido como introducción en el libro de Javier Padilla. En el documental Éramos pocas, cuando a una mujer que perdió a su novio, a su marido y la batalla política se le pregunta qué ha ganado en lo personal mientras el país avanzaba hacia la democracia, ella hace una mueca y responde: “He perdido mucho más”.