Sigue siendo gracioso, pero no tan gracioso como antes

Hay un mito, para mí, incomprensible: el de que trabajando detrás de una barra se aprenden cosas valiosísimas y se oyen historias hilarantes. Yo trabajé durante años en unas cuantas y jamás escuché nada gracioso ni, por supuesto, aprendí nada en absoluto. Igual es cosa mía, que soy un amargao y un juzgamundos. El humor es muy delicado y, como el sueño, huye a la misma velocidad de la del ahínco con el que se le persiga. Hablar de humor no resulta gracioso. Su mecanismo es demasiado parecido al del miedo. Como experimento fácil: no te puede hacer cosquillas alguien que te intimide. Traté de sistematizar sus resortes y hasta de escribir una historia del asunto: con el Philogelos, los bufones altomedievales, los juglares, los arlequines, el payaso Augusto y esas mierdas. Tediosísimo. Lo juro. Este tipo de recopilaciones suelen contar el chiste estadísticamente —o eso aseveran— más gracioso del mundo: el del cazador que telefonea pidiendo ayuda porque cree que ha matado accidentalmente a su compañero. La policía o el médico le dice que se asegure de que está muerto. Se hace un silencio, se escucha un disparo y, al cabo de un rato el hombre dice: Seguro. Pero hay un chiste clásico mucho más poderoso, que se puede contar de muchas maneras y en diferentes formatos. Ahí va: un fulano trata de convencer a un productor de las excelencias de un número de variedades. Se trata de una familia, –describe con gran entusiasmo–: el padre, la madre, un niño pequeño, una niña pequeña, el abuelito, la abuelita… y procede a narrar lo que llevarían a cabo en el escenario. Puede ser tan disparatado y prolijo como uno quiera, pero tiene que quedar claro que habrá incestos varios, abusos sexuales violentos en muchas posturas con profusión de emisiones, coprofagia, mutilaciones y hasta canibalismo. Es más divertido, claro, cuanto más se escalen los disparates y atrocidades y se prolongue el espanto del promotor teatral que, por fin, y absolutamente horrorizado, pregunta cómo se llama el número. Aquí, aliviado, el protagonista exclama: ¡Los Aristócratas! No sé. Igual solo nos hace gracia a los del oficio, pero yo creo que ahí está todo.

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