Cegados por el sol o empujar con el pan
Ahora que la curiosidad se ha convertido o es vista como un trastorno obsesivo compulsivo del comportamiento, dar el coñazo con las etimologías y tal todavía está peor conceptuado. Bueno, pues me da igual. Voy a poner tres ejemplos de que el origen de los conceptos y de los nombres de las cosas es tan arbitrario como todo lo demás. E igual de gracioso. Como no puedo poner puntos y aparte porque me meten publicidad, los numero con… números. Del uno al tres: 1) El Häagen-Dazs. Una marca de helados muy famosa. Les suena, ¿no? Se fundó en 1961 y en las etiquetas hasta llevaba el mapa de Dinamarca y la hostia. Bien, los creadores de tan septentrional producto fueron un matrimonio judío polaco –muy judío y muy polaco– llamados Reuben y Rose Mattus. Los cachondos. Reuben nació en Grodno, que ahora está en Bielorrusia y de aquella (1912) formaba parte de la Rusia Imperial. Y Rose de papases judío polacos –como dije–, en Manchester, Lancashire. Ambas familias se fueron a Nueva York. La de Reuben. que poseía una tienda de comestibles, huyendo de las hambrunas y el tifus y la de Rose cuando les bombardearon la fábrica de ropa en la guerra de Independencia de Irlanda –esto fue en Belfast, a donde se habían mudado, no en Manchester, claro–. Reuben Mattus –en realidad Matte, le cambiaron el nombre como a Vito Andolini en la Isla de Ellis– y Rose –Riva Rochel Vesel– se conocieron –y amaron– en Brownsville, en el medio –iba a decir el centro– de Brooklyn donde la familia Mattus trasteaba con congelados. La pareja se casó en 1936 y fundaron su emporio no en Brooklyn, sino en el Bronx, denominándola Häagen-Dazs porque sonaba a danés, pueblo que se portó bien con los hebreos en la Segunda Guerra Mundial y porque lo escandinavo… pues mola, así, pa helaos. Por cierto que el danés carece de umlaut –la diéresis que cambia el sonido de las vocales– y, por supuesto, ni Häagen ni Dazs significan una mierda. Pronunciado seguido creo que en sueco suena parecido a retrete. Los Mattus del Bronx. La madre que los parió. 2) Audi. August Horch fue uno de los pioneros de la industria automovilística alemana y fundó en Colonia el año 1899 su primera empresa de coches Horch, que luego se llamó de otra forma y luego de otra y en total y por motivos, al final August no podía utilizar Horch –¡su nombre!– en automoción, porque estaba registrado… por otras personas. El hijo de uno de los directivos le sugirió su propio apellido –el de August, no el suyo– en latín. El imperativo del verbo hören –escuchar– en alemán es horch y el imperativo de audire en latín es… audi. Así que el nombre de la marca en español se podría traducir por ¡Oiga!, como el perro de Forges. Menudo haiga. No, es un oiga. Ya termino y me callo. 3) La bandera republicana. El decreto del Gobierno Provisional de la República el 27 de abril de 1931 explica la inclusión de la banda púrpura o morada en la bandera nacional: “Hoy se pliega la bandera adoptada como nacional a mediados del siglo XIX. De ella se conservan los dos colores y se le añade un tercero, que la tradición admite por insignia de una región ilustre, nervio de la nacionalidad, con lo que el emblema de la República, así formado, resume más acertadamente la armonía de una gran España”. La región ilustre, nervio de la nación, es Castilla. Pues bueno. Pues vale. Pues me alegro. ¿Y por qué el púrpura representa a Castilla? De la multitud de opciones chaladas, la más aceptada es la comunera. El emblema de la revuelta comunera –que empezó y terminó en Toledo y se celebra en Valladolid– era el pendón de Castilla. De campo carmesí. ¿Entonces, por qué cojones se pone el morado? Porque cuando en el púrpura, mezcla de rojo y azul se desvanece el colorante rojo el tinte azul subyacente de los pigmentos fríos se impone a los cálidos y así quedó la cosa. Cuando un batallador nacionalista vasco o gallego –por ejemplo– ondea la bandera republicana está homenajeando sin saberlo al color de la desteñida Castilla por la que un grupo de nobles monárquicos con problemas tributarios perdió literalmente la cabeza hace quinientos años. Vivimos en una sociedad simbólica y convencional. Y los símbolos y convenciones, que nos vamos inventando sobre la marcha, son tan tontos como nosotros. No convendría olvidarlo.