La historia olvidada de las sirvientas de la burguesía del León del siglo XX

Nati y Gloria Mantilla, familia muy cercana a los Eguizábal que también residía en la calle de Sierra Pambley, posando con la sirvienta.

Si en su momento les hubieran dicho a estas mujeres que ciento y pico años después serían protagonistas de un artículo de Historia, no se lo habrían creído. Su humildad y su saber hacer en las casas de los burgueses leoneses les parecería suficiente, vista la vida que pudieron tener con algunos lujos que otras mujeres no tendrían en aquellos tiempos. Lo cierto es que estas mujeres olvidadas –las chachas–, en muchas de las casas fueron realmente queridas y parte de la historia familiar; pero nunca reconocidas más que de puertas para adentro.

Hoy este reportaje del León Antiguo se va a centrar en reconocer su labor. Dura en algunos casos porque no todas las señoras fueron justas, pero gratificante en muchos otros. Hasta el punto de que cuando una se casaba entraba otra de su misma familia a cubrir el puesto: habiendo sagas familiares que se encargaban del trabajo cotidiano en chalets, casas y fincas de la burguesía leonesa.

“¡Cómo está el servicio, señores!”, como se decía en las películas de los años sesenta en España. Lo primero que hay que comprender es que servir en otras casas siempre fue tarea que antaño dio trabajo a miles y miles de personas, ocasionando constantes y prolongados conflictos familiares, tanto para los contratados como para los contratantes. Como indica esta carta de Francisco González a su cuñado.

Al señor D. Juan Antonio Fernández de Lorenzana:

Folgueraju [condado de Tineo], 13 de febrero de 1875. [Recibida el 16 de febrero de 1875 en la Corte de Madrid, lo que indica el excelente servicio de Correo de la época desde una remota aldea]

Querido cuñado y cuñada: quiera Dios que al recibo de estas cortas letras los halle con la más completa salud que yo para mí deseo. Nosotros buenos y para lo que gusten mandar, que lo haré con mucho gusto y fina voluntad. Ésta es para decirles que mi hijo José Antonio, que está con ustedes, si el que lo manden es costoso, que se ponga a servir, que para no ganar nada ya bastó hasta aquí y si no quiere, que se venga para ésta. Su hermano José, a ver si se porta mejor que él, que ya me da vergüenza de tantos amos como muda. Si les parece que no está bueno de la cabeza porque llevó dos golpes mortales, entonces que se venga, pero aquí nunca excedió nada, cuando yo pretendo que él había de ser el que había de servir a sus hermanos en ésa, y ahora se quiere meter a contador [tenedor de libros]. El oficio será bueno pero será el caso de que él no es para desempeñarlo, porque nos meterá a todos a donde no podamos salir y, al cabo de poco tiempo que esté en el oficio, que se canse y salga mal. Lo dejará todo a nuestro gusto… Tenemos miedo a los resultados que haya, porque pueden engañarle o robarle, puesto que es muy joven. Eso ya lo entienden todos mejor que nosotros y no hace sino cansar a los parientes y amigos.

El término de chacha en este artículo no es peyorativo: es sincero, cariñoso y hermoso. Hace más de cien años las entonces denominadas sirvientas eran pilares fundamentales en la familia y la sociedad burguesa en la ciudad de León.

Porque no solo cocinaban maravillosamente y daban cariño y criaban a los hijos de la burguesía, sino que en buena parte los educaban en todos los aspectos de la vida, perdurando el afecto a través de varias generaciones.

Con repasar los padrones municipales de aquellos años nos percatamos de que en muchos de los hogares leoneses trabajaban una gran cantidad de sirvientas. En las familias pudientes de la época había incluso dos o más sirvientas por piso. Esto sucedía, por ejemplo, en el edificio número doce de la Calle Ancha, donde tres generaciones de la familia Fernández-Llamazares habitaban las tres plantas de este inmueble de su propiedad, con hasta tres sirvientas por cada familia.

Lo cierto es que estas mujeres dejaron una huella indeleble en aquellas familias burguesas, y prueba de ello es que en el panteón de Catalina Fernández-Llamazares –una de las mayores fortunas leonesas de hace más de cien años, donde también está enterrado el escultor Víctor de los Ríos– reposan los restos mortales de varias de estas sirvientas. Por supuesto que esto no es fruto de la casualidad. Los lazos afectivos eran demasiado fuertes.

Un mayordomo inglés de casa grande a finales del siglo XIX decía “por tradición, estamos groseramente mal retribuidos. Una herencia de la era victoriana, cuando la servidumbre trabajaba desde las 5 de la mañana hasta que sus amos se dormían, a cambio de alojamiento y comida como parte de pago”. En 1850 la quinta parte de la fuerza obrera inglesa pertenecía a la servidumbre. Por supuesto que era mucho mejor que matarse a trabajar en una fábrica inglesa con la sola protección del propio techo y una magra mensualidad.

Otra gran propietaria y vecina de Catalina en la finca colindante a La Cenia de La Mata del Moral (propiedad de su sobrino Octavio) fue Marcelina Álvarez Carballo, quien en su testamento especifica que deja “mil pesetas” a cada criada y un juego completo de cama con todos sus enseres para cada una.

Y, en Piedrafita, la familia Álvarez Gómez escribía en sus contabilidades las extras que les ocasionaba el servicio en 1926, como por ejemplo:

En 1926, a Pilar. 100 pesetas para ir a la boda de su hermano. A Pepe, 7 pesetas. A Ganzo, 10 pesetas. A Álvaro Rubio, la liquidación de sus hijas, 367 pesetas. Para Teresa, una chaqueta de 15 pesetas, y un refajo y un pelele para la nena, 6,50. Un abrigo, 5 pesetas., para una falda, 8 pesetas. A José Rabanal, camisas y calzoncillos: 12,25.

Por la correspondencia conservada también podemos hacer la afirmación de que las criadas eran pilares fundamentales de los hogares, y después de un tiempo reemplazar su calidad humana y profesional era prueba muy difícil de superar para las señoras de la casa: por ejemplo, en una dramática carta de Francisca López Robles (esposa del banquero Rutilio Fernández-Llamazares) leemos lo desolada que doña Paca se encontraba desde que había fallecido su sirvienta Nisa. La pobre doña Paca, que por entonces estaba ya muy mayor, no cesaba de llorar “arrastrando una pena sin tregua que no deja de convertirse en llanto”, como ella misma reconoce en una de las cartas que conservamos, como también se conservan varias fotos de algunas sirvientas proporcinadas por uno de sus familiares.

En el archivo de la Banca se conservan infinidad de fotografías donde aparecen retratadas estas sirvientas formando parte, con naturalidad, de la propia familia y consecuente estampa. Y, como se conservan contabilidades, podemos afirmar que, en 1926, Cruz Barthe pagaba 30 pesetas mensuales a su sirvienta Felisa, pero debemos indicar que la manutención era completa.

Sin dar pábulo a idealizar la servidumbre de antaño, ni querer dar nombres completos, lo cierto es que donde hubo trato, siempre hubo roce, y han quedado documentados algunos episodios desafortunados, como el de aquel propietario y médico del hospicio que dejó embarazada a la sirvienta, por lo que la desgraciada hubo de dar a luz en el mencionado establecimiento a una niña, donde también se dio cobijo a la desdichada madre durante un tiempo. Casi cien años después de este triste suceso, una nieta se puso en contacto con el propietario de la Banca Fernández-Llamazares para pedirle una fotografía del desconsiderado abuelo que jamás reconoció a la criatura…

Otra hermana más de Visa y Nisa, llamada Concha, trabajó igualmente para una familia emparentada directamente con la familia López Robles y Fernández-Llamazares, con conocido negocio de botica o farmacia instalado en la capital leonesa. De este modo, Concepción López Abanzas, nacida en Mansilla en 1923, fue la hija menor de los 13 hijos del matrimonio formado por Sebastián López Díez y Francisca Abanzas Merino. Se fue a servir a León, al igual que sus hermanas mayores Nisa y Vita López Abanzas. Sirvió en la casa de doña María López Robles y de su hijo don Agapito de Celis, ya casado. Se ocupó del cuidado de los hijos de don Agapito y estableció sinceros vínculos de afecto mutuo con la familia.

La vida social de las asalariadas de la burguesía

Por supuesto, estas señoritas que trabajaban de sirvientas tenían vida social, y más tarde o más temprano terminaban por disfrutar noviazgos y casarse. Este es otro de los motivos que explica el hecho de que inmediatamente eran reemplazadas en su trabajo por otra persona que generalmente era de su propia familia (una hermana, sobrina, etcétera). Así ocurrió, en efecto, en la larga relación que existió entre la familia López Abanzas y la Fernández-Llamazares.

Se conserva una carta de 1962, especialmente emotiva, donde la mujer de don Agapito y sus hijos envían a Concha, ya casada, felicitaciones por su onomástica, coincidiendo con el día de la Inmaculada Concepción. 

Como la familia Azcárate disponía de su casa en Villimer, la familia Fernández-Llamazares disponía de su “casona” en el cercano pueblo de Villafañe, una propiedad que, como tantas otras, había adquirido la familia Escobar (Teodora Escobar casa con Pedro Fernández-Llamazares) fruto de que estos antiguos burgueses habían sido durante los turbulentos comienzos del siglo XIX los administradores de los marqueses de Villafañe.

Un hombre sirviendo en la familia

Y de Villafañe, precisamente, descendía el cuñado de Concha, Nisa y Vita. Se trata de Gabriel González, nacido en 1898, quien contrajo matrimonio en Mansilla en 1926 con Filomena López Abanzas (1902-1982), hija primogénita de los 13 hijos del matrimonio formado por Sebastián López Díez y Francisca Abanzas Merino, y hermana mayor de Nisa, Vita y Concha López Abanzas, quienes se fueron a servir a León: Nisa en la casa de don Pedro Fernández-Llamazares Escobar y doña Paca López Robles, Vita en la casa de doña Teodora Escobar, y Concha en la casa de doña María López Robles y de su hijo don Agapito de Celis López.

No fue Gabriel a servir a la familia Fernández-Llamazares, sino a la del más rico propietario de la provincia: Octavio Álvarez Carballo.

Tras trabajar de jornalero y minero, hubo de alistarse en el Ejército, participando en el llamado Desastre de Annual, en julio de 1921, marchando con su Unidad el 27 de agosto a Melilla como apoyo en la columna de evacuación sanitaria en dicho frente de la guerra de Marruecos.

En 1923, ya licenciado, y de nuevo en Mansilla, se empleó en la compañía que instaló la línea eléctrica entre el molino de Carballo en Mansilla y la Mata Moral. Aprendió el oficio de electricista y continuó como empleado de Octavio Álvarez Carballo y posteriormente de la fundación que éste dejó establecida en su testamento. En total unos 40 años hasta su jubilación en 1965. Como empleado de Carballo estuvo al cuidado de su central eléctrica en Mansilla y emprendió la tarea de electrificación de varios pueblos de la comarca, contando con la colaboración de su hijo mayor Joaquín González López, también electricista.

En una tarjeta postal manuscrita y firmada el 13 de julio de 1947 por don Octavio su empleado Gabriel González recibe la siguiente instrucción: “Toma nota del número de postes, aisladores, etc., de la línea de Mansilla, Estación Santas Martas y Reliegos. No es urgente. Tu affmo. Carballo”.

Gabriel González participó en las elecciones municipales de Mansilla del 23 de julio de 1933 en la candidatura del Partido Republicano Radical Socialista, de Félix Gordón, y desempeñó el cargo de alcalde durante el breve y convulso periodo de agosto a octubre de 1934, recibiendo protección del mismo Carballo que le salvó de una muerte segura como consecuencia de esta peligrosa experiencia política.

Porque buena parte de estos ricos propietarios, como en el caso de Octavio, o de Gonzalo Llamazares –Edificio Botines, también propietario de la Dehesa El Plumar– utilizaron toda su influencia para proteger a sus sirvientes “a muerte” en los trágicos momentos de la guerra civil. Octavio no fue una excepción…

En el archivo de la Banca Fernández-Llamazares se conservan infinidad de fotografías donde aparecen retratadas estas sirvientas formando parte, con naturalidad, de la propia familia y consecuente estampa. Y, como se conservan contabilidades, podemos afirmar que, en 1926, Cruz Barthe pagaba 30 pesetas mensuales a su sirvienta Felisa con manutención completa.

Pero no se engañe el lector, en hostelería, los viejos y buenos camareros –los verdaderos sirvientes, hoy ya casi en extinción– proclamaban que “no es lo mismo ser servicial que ser servil”.

Muchos leoneses son hoy herederos directos de estas sirvientas, que los cuidaron y mimaron como si fuesen sus propias madres. Vaya hoy el más sentido homenaje a todas estas grandes y fuertes mujeres que dejaron su impronta para siempre en lo más profundo de nuestro corazón, y que hoy las recordamos a través de las desvencijadas fotografías de los archivos locales.

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