Mujer bajo la lluvia
No hay vacío sin desesperación. Llegas a la poesía por eso, porque estás desahuciada. Te rebelas pero es en vano, reconoces que a pesar del dolor vas a volver a retirarte las olas del pecho y dejarás que la marea te arrase. Lo harás una vez y otra, porque has decidido que es mejor avanzar que esperar a que la lluvia se deshaga en tu pelo. Habrás querido desperezarte de la huida pero será imposible. Sientes que las raíces que amarran tus tobillos son más fuertes que las alas que te crecieron en la espalda. Te duele el omoplato desplazado de la noche y aún tu pelvis se destaca entre las brumas de lo que parecía eterno.
El amanecer no esconde la bravura de tu desgana y, sin embargo, recitas los mismos versos que cantabas cuando aún no sabías hasta qué lugar iban a llevarte tus manos retorcidas e implacables. Despides un halo de luz cegadora e ingobernable ante la cobardía porque despistaste a la comodidad que se hace fuerte en cada hogar tembloroso y súbito, tan súbito que en él casi nunca pasa nada mientras se finge demencia ante la incomodidad brutal que destruye los motores de lo necesario. Y ves cómo las piernas de otros caballos se atormentan porque no recuerdan cómo cabalgar en dirección al mar, pero tú sí lo sabes.
Conoces perfectamente el movimiento de las pezuñas sobre las algas y la arena. Para destruir el azar solo cabe enfrentarse a la desdicha y al miedo. Y no es la soledad lo que enturbia las mañanas, sino el atardecer. Pero si lo encaras con los ojos aupados sobre el viento sabes que no solo es que no existe el temor, sino que es justo ahí donde ocurre lo único que vale la pena. Tocar el fondo del vendaval incluye despertarse entre un huracán ambiguo que, a pesar de todo, reconoces. Siempre estuvo ahí, en ese esternón torcido que no quieres enderezar. En el cúbito y el radio que no te traicionaron nunca porque te enseñaron desde que naciste que no había un sendero recto o iluminado: que habría sombras. Y en ellas tendrías que aprender a bailar con el pelo suelto y enredado bajo unas estrellas que supiste a reconocer justo cuando soltaste los brazos que te sostenían. Y la luna te contó que no solo estarías bien, sino que serías eterna en tu incansable esplendor siempre y cuando no perdieses el faro de tu deseo.
No habría más flores que las que tú decidieses observar ni más frutos que los que te empeñases en cubrir con espuma de incertidumbre y caricias de cielo. La tormenta vendría y entonces serían tus músculos los que dictarían el envoltorio del carruaje que te llevaría al fin de la montaña que ves cada día desde la ventana en la que decidiste construir tu casa. Paraste, miraste de frente al mundo y dijiste basta.