La deriva

Una imagen del mar en la isla de Lanzarote.

Tuve suerte. Una buena amiga me invitó a pasear por la tierra volcánica. No me mandó ninguna foto, solo me dijo que la tenía que descubrir yo misma, con los pies en esa urdimbre negra y porosa, en esa mansa agonía de la lava sosegada sobre las cumbres de la isla. Y dije que sí, porque este año que termina fue una lección tras otra que no he podido comprender hasta que ha tocado a su fin. 

Después de pasar por la casa de Saramago y acariciar la silla desde la que se sentaba a pensar en su pequeño jardín, recordé por qué escribo y por qué, yo también, decidí quedarme a escribir donde consideré mi hogar. A veces es el originario, otras no: Saramago hizo de Lanzarote su casa como hizo de su amor por Pilar un revulsivo contra los cobardes. Si se ama, no importa ni la edad ni la distancia, lo único que vale es el tiempo, el que se comparte, el que sirve para construir un vínculo que trasciende la muerte y queda, como en todos los relojes de su casa, marcando la hora en que se conocieron: las cuatro de la tarde. Ella se había enamorado de él antes de conocerlo y antes de su fama mundial: le bastó con leerle. Él aceptó, claro, y asumir la deriva hizo el resto. Se dejaron acunar por el oleaje inconveniente que les aullaba en los oídos: llevarse casi 30 años de diferencia valía muy poco al lado de la posibilidad de vivir el amor imbatible que sentían los dos en el pecho. Lo dejaron todo y se arrojaron a los caminos: sabían que no había otra opción.

Saramago me habló de coraje sin hablarme: estaba por toda la estancia. En los libros, en la humildad de la cocina, en la mesa de trabajo. La vida es actitud y él lo demostró varias veces: subió la cima del volcán a los 70 años. Me recordó, también, por qué escribo y por qué no dudo, por qué me empeño en no temer a las olas aunque anuncien tormenta.

Así que allí, con la piel bañada por el Atlántico pero del lado opuesto al que lo solía contemplar antes, reparé en el aprendizaje fundamental de este año que se va: en el océano no importa la deriva porque su esencia son las olas. Una no sabe a veces por qué escribe lo que escribe pero mi novela Hijas de nadie termina con un deseo de Lucía dedicado a Candela, con un quejío flamenco de fondo: “Ser también parte del mar”. Un texto que nació hace tantos años y que, sin embargo, regresa hoy para hablar de frente, para increparme, para descifrar esta dulce introducción al caos. La escucho y no sé cómo salvarme. Diría que la deriva es quizás un hogar parecido a la soledad y al amor de donde nadie sabe cómo escapar. Puede que se trate de aceptarlo mientras las sombras se enredan en los pies como si fueran espuma marina, mientras bailamos sobre la madera del tablao con los clavos como único sustento. La deriva es, tal vez, un hogar, el único, y que por eso mismo evitamos mirar a los ojos, pero debemos hacerlo para dejarnos arrullar como los niños que fuimos. Lo pensaré de nuevo cuando la medianoche toque sus campanas y me daré las gracias por unos meses convulsos pero necesarios: brindaré, convencida otra vez, por un año nuevo en el que ser cobarde no valga la pena. El mundo es para los valientes y esta vida, la única que tenemos.

Violeta Serrano es poeta, escritora y conferenciante, fundadora de la Escuela SAVIA - Naturaleza & Escritura. Su última obra es la novela Hijas de Nadie (Mr Griffin, 2024)

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