Memorias de la Montaña (XVI): la capital

Plaza de San Marcelo en León sobre la mitad del siglo XX.

Después de que a principios de siglo un enorme impulso urbanístico hubiera dado como resultado el Ensanche, la ciudad de León continuaba creciendo con nuevos y bulliciosos barrios obreros que surgían alrededor del Casco Antiguo y del propio Ensanche, donde se asentaba la burguesía.

Era una pequeña y orgullosa capital de provincia que seguiría creciendo en las décadas posteriores hasta alcanzar los 120.000 habitantes. En los años 60 y 70 León viviría su mayor auge económico, convirtiéndose en una ciudad pujante y bulliciosa que miraba al futuro con optimismo.

Luego las cosas no nos irían tan bien y todavía intentamos recuperar el orgullo perdido por no haber cogido aquel tren del desarrollo que experimentó todo el país hasta alcanzar definitivamente la modernidad, por no haber conseguido tener una autonomía propia siendo uno de los reinos más antiguos de Europa y verse abocada a vivir bajo el paraguas de dos centralismos, por no haber podido conseguir una alternativa a la poderosa industria de la minería que tanta prosperidad nos había traído en el pasado, por languidecer desde entonces entre quejas estériles que no conllevan a ninguna acción eficaz para intentar recuperar aquel privilegiado estatus económico y social que vivió la ciudad en su pasado más reciente. Pero esa es otra historia.

En Boñar y en aquellos años 70 se solía escuchar en bares y corrillos una eterna discusión que versaba sobre la media hora que cualquiera de los parroquianos aseguraba haber tardado en llegar a la capital. Eso es imposible, en treinta minutos no llegas a León ni de coña, ni yendo a toda velocidad, le replicaban sus compañeros de vinos y tertulia. Y así se enzarzaban durante un buen rato, cada uno agarrado a su discurso y sin llegar nunca a ninguna conclusión definitiva. Porque de eso se trataba, de hablar de algo, lo que sea, sin afán de establecer ninguna verdad absoluta y simplemente llenando el tiempo hasta pedir el próximo vaso de vino y empezar a hablar de otra cosa, de fútbol, por ejemplo, o de si aquella nevada había sido la más copiosa que se puede recordar en la villa. Aunque puestos a mojarse, lo cierto es que con aquellas carreteras y aquellos coches de entonces el tiempo que solía separar Boñar de León estaba más cerca de los 45 minutos que de la media hora. Ir a la capital era un plan para un día, tenía que haber un motivo de peso y, sobre todo en invierno, los paisanos se lo pensaban bien antes de coger el coche y lanzarse a la carretera de Santander o la de Puente Villarente para llegar a León.

Para articular la comunicación con León estaban los autobuses Fernández, que unían la montaña con la capital con regular frecuencia y eran utilizados por prácticamente todos los habitantes de la zona. Y también teníamos ese tren cuyo trazado de vías separa la montaña de la ribera con quirúrgica precisión, todo un lujo para la comarca y un medio de transporte muy habitual para transportar mercancías y personas. A la capital se iba a arreglar papeles, a comprar aquella herramienta o producto que no se podía encontrar en la montaña, a ver a ese prestigioso médico de la ciudad cuando las cosas se ponían peliagudas y, a veces, a León también de se iba de fiesta. 

Algunos chavales fueron a estudiar internos en algún renombrado colegio, otros se fueron mudando definitivamente a la ciudad cuando sus padres lo hicieron en busca de una vida mejor. Y cuando volvían el fin de semana o en verano al pueblo eran mirados con recelo por sus antiguos amigos de correrías, como si se hubieran convertido ante sus ojos en finolis señoritos que habían olvidado sus orígenes pueblerinos y se las dieran de modernos.

Aunque esa actitud desafiante duraba lo que tardaban en llegar las primeras risas o trastadas y quedaba de nuevo demostrado que todos éramos hijos de la misma montaña. Para muchos de ellos las visitas a ese pueblo donde habían vivido los años más importantes de una vida, en completa libertad y felizmente asilvestrados, se empezaron a dilatar en el tiempo. Y cada vez venían menos al pueblo porque empezaron a forjar nuevas rutinas y nuevos amigos en León. Y entonces lo que empezó a quedar lejos para todos aquellos que se habían mudado a la capital es ese pueblo donde habían pasado la mejor infancia imaginable, un lugar que a partir de entonces solo visitarían de cuando en cuando para constatar que habían crecido, que habían descubierto que el mundo era un lugar inabarcable y fascinante que merecía la pena explorar.

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