El árbol

Un tocón de árbol.

Lo que queda cuando pasas por allí es un plástico verde y dos piedras encima. Es el sello que le damos a las cosas que no queremos que vuelvan a crecer aquí, en el campo:  una lona con el peso suficiente para que no la muevan ni los vientos ni los animales. Mejor negra. Pero a falta de pan, buenas son hostias. Aquí y en todas partes.

No es fácil cortar un árbol veterano. Lleva mucho tiempo. Mucho esfuerzo. A mayor edad, mayor raíz. La última vez que lo vi no reparé en su belleza. Nos pasa eso a los humanos por pura supervivencia: no miramos las cosas como si las fuéramos a presenciar por última vez. Sería demasiado intenso vivir con esa lógica. Aunque, en realidad, siempre quepa esa posibilidad. Así es la vida.

Ese árbol me hizo el favor mil veces: me daba su sombra sin esperar ningún gracias, ni siquiera una poda a tiempo. Nada. Él seguía adelante igual, a pesar de las heladas y de que nadie le quitaba lo que ya no le daba fuerza sino lastre. Pero cada vez estaba más enfermo. Cuando termina el camino del río empezaba su copa. Y tenía ya varios troncos en uno porque, como se sabe, hace ya tiempo que aquí casi nadie mira por cómo crece el pueblo, menos vamos a mirar cómo crecen los árboles que lo forman.

Para decidir cortar un árbol hay que tener poderosas razones. O eso pensaba yo. Pero para algunos no hay tanto que reflexionar. Una mañana sencillamente vi un señor con un tractor que se afanaba en ir cortando primero las ramas más altas y después, poco a poco, enlazaba los troncos más enraizados para tirar de ellos hasta que la pieza clave cayese. No somos muchos pero los pocos que somos diría que lo pudimos escuchar con claridad. No pasó nada. Yo tampoco hice nada. Solo me entristecí y me quedé mirando cómo caía y en mi cabeza el sonido de su golpe contra el suelo resonó un buen rato.

A los pocos días me atreví a acercarme y vi la lona. Y aquella manera de atacarlo con oscuridad me pareció terriblemente eficaz. Era un muñón oculto para que no rebrotase. Pensé, otra vez, que hay más sabiduría en la observación del campo que en las enciclopedias y los manuales.

El mismo que sembró esperanza para toda una generación lleva ahora tiempo tratando de cortar y sellar los mejores árboles de un bosque que costó mucho construir. Un bosque que dio oxígeno a una democracia que llevaba demasiados años dormida en un bipartidismo que acabó viciando lógicas que en un primer momento fueron útiles y necesarias para pasar página. Esta decrepitud vertiginosa la vemos de forma constante en nuestras pantallas donde este señor sigue predicando en su propio desierto. El ridículo llega hasta la complicidad con el enemigo. Lo vimos en el debate de investidura en el que el señor Feijóo, un gran opositor, tiró de retranca gallega para echar sal en la herida. Y algunas le devolvieron la sonrisa, cómplices. Al día siguiente cayó otro árbol, de los mejores. Y esa misma mañana otro enorme dejó la primera línea para tristeza de muchos.

El oxígeno es necesario. Y todos los que conocen el campo saben que un árbol sólo puede crecer bien si se coordina estratégicamente con los que tiene alrededor. Que si uno se acerca mucho puede quitarle la luz al otro. Que cada cual debe saber dónde estar y en qué momento. Que para que uno haya crecido, otro ha tenido que apoyarle. Y que, a veces, para crecer fuerte, hay que entender que una poda a tiempo vale más que la negrura del ostracismo impuesto. Intentar una y otra vez talar el bosque y poner lonas sobre las raíces para teñir de olvido el lugar donde hace años había fuerza suficiente como para nacer en medio de la nada parece un error. Es urgente rebrotar porque la oposición, esta vez, será mucho más dura y el oxígeno será esencial y escaso. Quienes entiendan que la política es un canal y no un fin, sabrán que podar es la forma eficaz de rebrotar y dar cobijo ante las nuevas tempestades. Quienes no, tal vez, deberían cerrar twitter y darse un paseo por el campo.

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