Un Cristo Yacente

Detalle de la muñeca de la talla de un Cristo crucificado con la herida de un clavo de la cruz.

Si hay algo en lo que coincidimos los leoneses respecto a nuestra Semana Santa, es en el empuje que el gran imaginero Víctor de los Ríos dio a nuestros desfiles procesionales, diríamos modernos. Para la década de los cincuenta (1950), él ya tenía ideas, y algunas obras realizadas.

Si, ciertamente como pude leer en LNC Cofrade, en 1949 presentó en Legio dos obras. Una de ellas aquí entre nosotros está, y forma parte de la Procesión de los Pasos, La Dolorosa para la cofradía de los madrugadores, a la voz de “hermanitos de Jesús levantaos…” de Dulce Nombre de Jesús.

La otra, la central del texto aludido, bajo el titular De León a Astillero nos hablaba de una imagen de un Cristo Yacente, para procesionar sin cobijo de urna, algo un punto novedoso, si bien había otra cosa que le otorgaba al Yacente presentado por Víctor de los Ríos bastante más notoriedad, en la que me centraré para finalizar recuerdos y vicisitudes de la época. La Cofradía destinataria era Minerva.

Siendo yo por entonces un jovenzuelo inquieto, me gustaba junto a otros amigos que vivíamos en Santa Nonia, un tanto por entretenimiento, tratar de participar en los montajes de los pasos, cuando los Canuria, eran los artífices de este menester en la iglesita que daba nombre a la calle, nuestra calle de juegos infantiles, donde el espacio eclesial estaba entroncado en aquel edificio de ladrillo de acogida de ancianos. Un Asilo para desamparados, al que primero abrirían una gran brecha para ejecutar la calle Lancia, y después desaparecería por pleno derribo, igual que le ocurriría el enfrente ubicado Hospicio Cuadrillero.

En ambas presentaciones de las imágenes, quiso la suerte, o el empuje de los Canuria, que hacia allí nos desviaron, que estuviéramos activos en la presentación de la Dolorosa, que tuvo lugar en el gran hall del Instituto General y Técnico, ése que a rebufo de los momentos franquistas fue vilmente destruido.

Creo que ya lo he contado tiempo atrás, muy atrás, intercalado en algún otro escrito, por ello sin dar más importancia de la que el asunto merece, diré que tuve el privilegio de ser el primer leonés, y bien de cerca, que “pude ver la cara de la Virgen”, cuando, a tal fin subido en lo alto del paso, o estrado donde se exhibía la imagen, iba quitando el velo que envolvía el rostro de la Dolorosa, siempre alertado desde abajo —¡Con insistencia!–, por Víctor de los Ríos: “¡Despacio!,¡Cuidado con las lágrimas no las vayas a arrancar!”.

Detalle de la imagen de la procesión de La Dolorosa de la Semana Santa de León.

De belleza sorprendente, me pareció el rostro. Hoy añadiría que mostraba gran pena, fácilmente perceptible, pero sin rictus extremos, puede que innecesarios, como estábamos acostumbrados a ver en imágenes de antaño.

Dada la eficacia de nuestra labor de ayuda a los dos montadores profesionales, el propio Víctor de los Ríos nos invitó a colaborar en la exposición de otra obra suya que iba a tener lugar en el Palacio de los Guzmanes.

Resultó ser en un espacio, muy favorable para acoger la figura de Jesús, muerto, Yacente. Era una sala-bibioteca a la que se accedía a penas pasada la gran puerta principal, a mano izquierda. En tal lugar el imaginero tuvo la idea de montar una cámara mortuoria. Se empeñó en cubrir con tela negra todas las paredes. Se necesitaba mucho paño, de modo que, a última hora, faltaba tejido negro, y a alguien se le ocurrió, y dijo:

“Los de la Falange tienen banderas negras que nos pueden venir bien para los remates” . Dicho esto, salió de la estancia. Fue breve la ausencia. Presto y eufórico, dirigiéndose a dos de mis amigos, les dio un papel garabateado al tiempo que les decía: “Os darán banderas, recogerlas y regresar. ¡No tardéis!”. Se trataba de un personaje, para mí desconocido: había venido desde Madrid escoltando la imagen, recibía órdenes directas de escultor y nos marcaba tareas.

Asunto resuelto. A tiempo. Pues ya iban quedando pocas horas para la apertura a las autoridades, y entre éstas o comandado el evento religioso, vendría el todopoderoso Obispo Almarcha.

En la cámara mortuoria estaba centrada la imagen del Yacente; en torno a ella, en cuatro esquinas, se habían dispuesto igual número de columnas de un metro de altas, más o menos, que sostenían recipientes tipo jofaina que el personaje había desembalado con cuidado. Iban a servir para contener alcohol, al que se haría arder un tiempo, a la llegada de la autoridad eclesial.

A modo de prueba, la persona citada, creo que el escultor lo llamaba Darío, de un garrafón que estaba entre las pertenencias, sacó en un vaso metálico un poco de alcohol; bajo la atenta mirada del escultor lo vertió en una jofaina y mediante una cerilla, prendió fuego para ver cuánto ascendían la llama. Como quiera que en el vaso había quedado un poco de alcohol no se le ocurrió otra cosa que ir a verterlo en la ardiente jofaina, en llamas, momento en el que se le encendió el resto en el vaso que sostenía, menos mal que era muy poco, y el asunto quedo en anécdota.

Ya estaba montado el escenario. ¡La figura del Yacente resultaba sorprendente! Digna de observar y comprender; sobrecogía a la luz oscilante de las llamas, dado que, en el momento de entrada de las autoridades, se apagó la luz eléctrica, yo personalmente había recibido orden de actuar con el interruptor. Como así hice. Por ello, a distancia pude ver como el Obispo, ante el Yacente, hablaba con el autor de la obra, Víctor de los Ríos; no les podía escuchar, pero por la expresión gestual del prelado quise entender que en algo no estaba conforme o discrepaba.

Luego lo supe, no era nimio el tema. Apenas se hubieron ido y dada por inaugurada la exposición, el propio autor, con voz calmosa, con explicaciones de estudioso, nos justificaba la colocación de las llagas en las muñecas, esto es, en el carpo, y no como era habitual en la palma de la mano. He ahí lo que no admitía: ¡La discrepancia del Obispo Almarcha estaba en las llagas de las muñecas!

Decir que no lo admitió, puede que fuera lo más cierto, y si simplemente interpretara yo que discrepaba, me quedaría corto. Y así, tan sólo una procesión, le duró a Minerva. El imaginero montañés, Víctor de los Ríos, oportunamente la colocaría en Astillero, Cantabria. ¡Almarcha era mucho Obispo!

Etiquetas
stats