Miguel Sánchez y Puri Lozano, los fotógrafos del pueblo: “Hay que ir a los sitios sin prejuicios y no como un turista”
A la imagen llegaron primero por un ruido. Era un chirrido desconcertante que aparecía y desaparecía. Serpenteando por un territorio surcado por canales construidos por los romanos 2.000 años antes, Miguel Sánchez y Puri Lozano aterrizaron un verano en Cabrera. Con el objetivo de alcanzar los lugares donde se perdía la carretera, cayeron en Marrubio, localidad perteneciente al municipio de Castrillo de Cabrera. Cuando descubrieron de dónde procedía aquel sonido, contemplaron un carro chillón cargado de hierba conducido por un vecino de más de 80 años de edad que en realidad estaba sosteniendo los últimos coletazos de una civilización. “Aquello nos transportó a otro mundo”, sentencian Sánchez y Lozano al explicar el germen de un reportaje fotográfico realizado a lo largo de 1984, titulado La recogida del pan en La Cabrera (León), basado en textos e imágenes sobre la recolección del centeno (cereal que en la zona recibe el nombre de pan) y galardonado en 1985 por el Ministerio de Cultura cuando todavía no había instaurado el Premio Nacional de Fotografía.
De Matallana de Valmadrigal él y de Gordaliza del Pino ella, Miguel Sánchez y Puri Lozano se conocieron de casualidad en las fiestas del primer pueblo. Como el pan, su relación tiene miga. “No íbamos nunca; ni él ni yo”, reconoce Lozano. El caso es que coincidieron allí con 18 años: “Y desde entones estamos juntos”. La fotografía ya empezaba a asomar. Todavía siendo novios, ella le regaló una cámara. “Aún la tenemos, claro”, cuenta Sánchez sobre una afición compartida que al principio se canalizaba en fines de semana y vacaciones con fotos para consumo propio viviendo ya en León. Ella era profesora y él tapicero. Hasta que viajando por la provincia con la meta puesta donde las carreteras ya no daban más de sí trazaron una carrera que se fue diversificando para tocar otros formatos, una trayectoria jalonada de trabajos, premios y distinciones, un camino que ahora cumple cuarenta años en feliz coincidencia con la exposición fotográfica Entre manos. El latido del tiempo, abierta hasta el 13 de octubre en el Museo de los Pueblos Leoneses de Mansilla de las Mulas.
A la etnografía llegaron primero por la naturaleza. Buscando paisajes se toparon con el paisanaje. El contexto era propicio, señala Puri Lozano para situarse a principios de la década de los ochenta asistiendo a cursos enmarcados en un resurgir del interés por la cultura leonesa a través de la Universidad. “Me pareció que había un mundo de posibilidades. Y que antes de irnos fuera debíamos conocer lo que teníamos más cerca”, constata. Como todavía no había turismo rural, tocaba conducir hasta los límites y poner la tienda de campaña, a veces ante una mezcla de sorpresa y escepticismo entre los lugareños. “¿Pero cómo pueden gustarvos estos pueblacos?”, les preguntaban al principio en Cabrera. Lo que encontraron fue una revelación. Al revelar las fotos lanzaron, todavía sin saberlo, una carrera. Y por el medio forjaron una relación de amistad con aquellas gentes que no eran conscientes de una singularidad que iba a hacer que su día a día se convirtiera en una obra de arte.
Miguel Sánchez y Puri Lozano llegaron más allá de donde lo había hecho Ramón Carnicer a principios de los sesenta con su libro Donde las Hurdes se llaman Cabrera. A veces, literalmente. La carretera ya alcanzaba dos décadas después a pueblos como Marrubio, al que no había podido llegar al escritor de Villafranca del Bierzo. “Y nosotros llevábamos otras miras”, precisa Lozano al reconocerse de primeras abstraídos por la espectacularidad del paisaje. Cuando fueron descubriendo el paisanaje, no encontraron tanta pobreza como “austeridad”. “Aquella gente era la amabilidad absoluta”, abunda. Al conductor del carro chillón lo acompañaba un cuñado. “¡Paren de hacer fotos!”, los conminó. Sin tiempo para el desconcierto de los fotógrafos, fijó las prioridades. “Lo primero es ir a tomar algo”, los invitó. Y luego fue él el desconcertado cuando Miguel Sánchez le confesó que no bebía vino.
Transportados en parte a su infancia en el rural, los fotógrafos llegaron a una atmósfera vital auténtica y no contaminada. “Lo primero que hicimos al día siguiente fue llevarles las fotos en papel para que se vieran y se las pudieran mandar a los hijos que tenían fuera. Pero nos dijeron: 'Ahí estamos trabajando. Tenéis que hacernos fotos el día de la fiesta para que nos veáis cuando estamos guapos y poder mandárselas a los hijos'”. El día de la fiesta Sánchez y Lozano tenían que dividirse para atender todas las invitaciones: uno iba a comer a una casa y otro a otra; y lo mismo a tomar café“. Era una relación de reciprocidad forjada también en traslados al Hospital de León y a veces regresos a casa tras el alta en el ”coche pequeño“. ”Decían que en el coche pequeño no se mareaban y en el grande, que era el autobús, sí“, recuerda Sánchez de tiempos en que los viajes de todo tipo eran tan frecuentes que un mes su Renault 4 hizo 5.000 kilómetros, el tope para cambiar el aceite.
Cuando el Ministerio de Cultura nos dio el primer dinero por unas fotos, nos dijimos: 'esto es otra cosa'. Yo tuve que facturarlo al Ministerio. Y estaba dado de alta como tapicero y como fotógrafo
“Nosotros nos acercamos a ellos primero desprovistos de las cosas de la ciudad. Te tienes que presentar allí como un paisano; no como un listillo”, apunta Puri Lozano. Preguntando fue su manera de dar con las claves de un modo de vida que todavía no había pasado de la economía de subsistencia a la sociedad de consumo. “Era un compendio de la vida tradicional y una colaboración necesaria”, cuentan al hilo de fórmulas como la arada por acuerdo (determinar unas fechas para arar todos al mismo tiempo) hasta componer una especie de Fuenteovejuna, el caldo de cultivo de una obra fotográfica pionera. “Había fotos de fiestas, pero de los trabajos hay muy pocas”, añade Lozano sin ocultar que incluso aquella sociedad ya se estaba transformando con una cara b: la entrada en escena de la explotación de la pizarra con sus escombreras y su contaminación. Cuando un año por el 8 de diciembre con las primeras nieves los fotógrafos llevaron a unos amigos para ver cómo un hombre tocaba la chifla y el tamboril, los lugareños se dieron por vencidos: “Venir en invierno y nevando aquí... Ahora sí vos creemos que vos gusta esto”.
Con la periferia como horizonte, Sánchez y Lozano también pisaron Ancares. Aquello dio para otra historia; también para otro premio; y para confirmar una vocación y convertirla en carrera. El contexto echó de nuevo un cable. El Ministerio de Cultura le había encargado al escritor Avelino Hernández Lucas, autor de obras como Donde la vieja Castilla se acaba, dirigir el proyecto Cultural Campo, a través del cual mostró interés por las fotografías sobre la reconstrucción de las pallozas hasta implicarse con una exposición en el Museo Arqueológico. Cultura les dio un premio y les encargó una separata sobre Ancares en su revista. “Fue el primer dinero que nos dieron. Y ahí nos dijimos: 'esto es otra cosa'. Yo tuve que facturarlo al Ministerio. Y estaba dado de alta como tapicero y como fotógrafo”, narra Miguel Sánchez.
Habiendo llegado a la fotografía como autodidactas, fueron luego explorando otros territorios. Pronto experimentaron con diaporamas (la proyección de diapositivas acompasada con música), se resistieron al vídeo mientras la calidad no fuera la idónea y entraron en el mercado editorial. Forjaron amistades y colaboraciones con grandes nombres de la cultura leonesa mientras aquel mundo al que llegaron a tiempo de retratarlo se iba desmoronando. El escritor Julio Llamares tituló la introducción a uno de sus libros 13 parejas de vacas cuando ya era imposible encontrar aquella secuencia que habían rescatado de un mundo en proceso de extinción. Lanzaron libros-cd dentro de la colección Antología y Voz con la firma y el audio de primeros espadas de la literatura leonesa, desde Antonio Gamoneda hasta Luis Mateo Díez, dos Premios Cervantes.
Lo más importante de una cámara está un palmo detrás de ella: es el ojo y el cerebro del fotógrafo. Ahí es donde reside todo
Sus innumerables proyectos, fruto de patear la provincia palmo a palmo a veces detrás de su patrimonio y otras recorriendo el curso de sus ríos, encontraron respaldo en entidades que se convirtieron en sostenes culturales como Caja España, la editorial Everest o la antigua cabecera La Crónica de León. Cuando aquellos castillos se fueron derrumbando a partir de la crisis financiera de 2008, notaron una notable caída de los encargos. Sánchez y Lozano fueron reconvirtiéndose y volcando sus esfuerzos en proyectos como el documental El río de la memoria. Y contaron con su propio sello, El Búho Viajero, ya desde los tiempos de los diaporamas. El nombre no es casual, explica Sánchez: “A mí me han gustado siempre mucho los búhos. Soy coleccionista de búhos. Son unos mirones. Y los fotógrafos solemos ser mirones también, claro”.
Sánchez y Lozano posaron su mirada sin recetas previas. “Lo más importante de una cámara está un palmo detrás de ella: es el ojo y el cerebro del fotógrafo. Ahí es donde reside todo”, define ella sin obviar el proceso de formación continua. Y así centraron el foco en escenas similares a las abordadas en Cabrera en la Montaña Central Leonesa o Picos de Europa, donde literalmente cargaban a cuestas con la hierba y con una civilización. La clave ha sido quizás la forma de mirar. “Hay que ir a los sitios con una mirada limpia de prejuicios. No vayas como un turista. Habría que quitar la etiqueta de turista porque entonces la gente no se abre a ti”, reflexionan para instar a aprovechar las potencialidades de una provincia que “es la quinta en extensión” del país, “un crisol de culturas” en la que confluyen “la España húmeda y la España seca” y reivindicar un sentimiento de pertenencia que Lozano vio reflejado cuando, ante la reciente aprobación de la moción proautonomía leonesa en el Ayuntamiento de Villablino, una de las razones políticas fue: “La gente nos lo estaba pidiendo”.
Su última contribución hasta la fecha es una exposición que hunde sus raíces en los orígenes. “Desaparecieron los trabajos, que fueron nuestro leitmotiv; pero no se perdieron algunas artesanías”, contrastan sobre Entre manos. El latido del tiempo, la muestra fotográfica compuesta por 34 imágenes en gran formato que se completará con un documental y un libro y que es una manera de resumir y celebrar cuarenta años de un camino que comenzó siguiendo la pista del ruido de un carro chillón entre canales romanos.