León en la obra de Julio Llamazares

Eduardo Margareto / ICAL El escritor Julio Llamazares en su domicilio en León.

Manuel Cuenya

Desde sus primeros poemarios publicados, La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, hasta su reciente libro Las rosas del sur, Julio Llamazares nos ha legado una obra extraordinaria, escrita con exquisita sensibilidad, con una voz personal, con una prosa de alto voltaje lírico (ahí está su sobrecogedora novela La lluvia amarilla, que, aunque ambientada en Ainielle, en el Pirineo aragonés, podría haberla desarrollado en cualquiera de los muchos pueblos abandonados o semiabandonados que existen en la provincia de León), con un estilo sencillo y a la vez profundo, emocionante, que nos ayuda a reflexionar acerca de la soledad, del tiempo, de la muerte, temas recurrentes en toda su obra, construida con esmero, con pasión (Tanta pasión para nada, como ese magnífico relato que le dedica al poeta Ángel González cuando llegara a ejercer como maestro en Primout, pueblo enclavado en las estribaciones de la Sierra de Gistredo en el Bierzo Alto).

Altas cotas poéticas las que alcanza el autor leonés en (casi) todos sus libros, incluso en ese ensayo, entre picaresco y esperpéntico, que le dedica a un pintoresco personaje de la historia leonesa, devoto del buen vivir y el mejor beber, aficionado al orujo y al tute, a quien Llamazares rinde culto en El entierro de Genarín (existe incluso una adaptación al cine de esta obra): «¿Por qué León se confiesa / sin ir al confesionario / con una copa de orujo / y romances en los labios?».

Asimismo, nos ha obsequiado con novelas como Luna de lobos, sobre la mítica figura del maquis, inspirada en Casimiro Fernández Arias, el último guerrillero superviviente de cuantos resistieron en la posguerra en la montaña central leonesa, cuya adaptación al cine corresponde a otro leonés, «el camarada» Julio Sánchez Valdés, o bien extraordinarios libros de viaje como El río del olvido, un viaje que el autor hace a pie, siguiendo el curso del Curueño, el río de su infancia, de su memoria afectiva, que nos recuerda a la mejor literatura de viajes del maestro berciano Carnicer, Donde Las Hurdes se llaman Cabrera.

Además de su pasión viajera y su particular mirada al paisaje («el paisaje es memoria... y fuente originaria y principal de la melancolía»), León aparece en Retrato de un bañista, que el director berciano Chema Sarmiento incluye en su película El Filandón. Historia que transcurre en el pantano del Porma (su matria), entre la alucinación y la noche azulada de un pueblo en ruinas, impregnado de aromas a lo Rulfo. El propio Llamazares nos lee, en voz en off, su poema Fresas, que nos ha dejado una profunda huella en la retina de nuestra memoria: «Entre las truchas muertas y la herrumbre, fresas. Junto a las fábricas abandonadas, fresas. Bajo la bóveda del cielo, muñecas mutiladas y lágrimas románicas y fresas. Por todas partes, un sol de nata negra y fresas, fresas, fresas. Consumación de la leyenda: en los glaciares, la venganza. Y, en los espacios asimétricos del tiempo, un relato de amor que la distancia niega y ocas decapitadas sobrevolando mi corazón. Por todas partes, un sol de nata negra y fresas, fresas, fresas...».

Podríamos decir que hipnótico Retrato de un bañista es como el embrión de otro de sus últimos volúmenes, Distintas formas de mirar el agua, donde su creador regresa a su tierra natal, al valle de Vegamián, para contarnos una historia conmovedora a través de los ojos de una familia, donde vida y muerte se dan cita. Magnífico el análisis que de esta obra hace la filóloga y profesora de la Universidad de Trento Álida Ares (originaria de Villadepalos, en el Bierzo).

Es probable que su pasión por el cine le llevara a escribir Escenas de cine mudo, otro de sus libros memorables, en el que está presente León, en concreto la localidad de Olleros de Sabero, donde, siendo un niño, la vida era en blanco y negro (el blanco de la nieve y las sábanas colgadas en los tendales, y el negro del carbón).

Su otra gran pasión, los viajes, lo ha llevado a escribir Las rosas de piedra, donde también figura la capital de la provincia, con su majestuosa catedral, y también Astorga, con la suya. Un libro, junto con la prolongación del mismo: Las rosas del sur, que le han permitido viajar por toda la geografía española para darnos cuenta, siempre con humor y un elegante estilo literario, nuestro modo de ser y estar a través de las catedrales, esos inmensos libros en piedra en los que podemos leer las páginas de nuestra historia.

Atlas de la España imaginaria es otro de sus libros de viaje que nos adentra en León, en concreto en Babia, “un lugar real”, aunque algunos foráneos, con su dicho “Estás en Babia”, crean que Babia es un espacio mítico como la Comala de Rulfo o el Macondo de García Márquez.

León también aparece en muchos de sus artículos, recogidos en libros como Nadie escucha a nadie (Las campanas de Foncebadón; El Hullero: la muerte de un dinosaurio o León, la bella desconocida); en el volumen Entre perro y lobo (Maestros de escuela; Sigue grave el minero muerto ayer; La España menguante; y algunos en los que nos habla de los escritores Colinas, Gamoneda y Pereira, el maestro villafranquino del cuento, “el mejor narrador oral y autor de relatos breves posiblemente de este país”), o bien en otro libro de artículos de opinión, reportajes y viajes titulado En Babia. Y aun en otros muchos textos que ha publicado en diarios como El País o La Nueva Crónica.

En su libro En Babia cabría destacar El paisaje del fin del mundo (en el que, además de Laponia, aparece el valle de Riaño), Volverás a Región (con un guiño a Benet), La leyenda del oro (sobre Las Médulas) o Bajo el infierno blanco (un recorrido por el Bierzo ancareño de Ruydeferros, Chan de Villar, Villar de Acero, Aira da Pedra, Campo del Agua, con Yuma como guía intrépido), “una especie de trampero, vagabundo o visionario, caminante enamorado e incansable de estos montes, que conoce como la propia palma de su mano”, escribe el autor de Tras-os-Montes, que en su libro En mitad de ninguna parte convierte en protagonista de uno de sus relatos, La novela incorrupta, al gran poeta leonés Toño Llamas. Y en otro, titulado Nocturnidad, el personaje principal es su amigo Tacho Getino (con una churrería del Crucero como telón de fondo).

En todo caso, si nuestro paisano leonés afincado en Madrid (aunque con arraigo emocional a su tierra), sólo hubiera escrito La lluvia amarilla, tendríamos ante nosotros, de igual modo, a uno de los más lúcidos narradores de los últimos tiempos en lengua castellana.

“Un escritor que escribe a caballo... entre la imaginación y la realidad... viajero, en fin, que mira la vida desde la ventanilla de un tren que cruza el paisaje envuelto en una luz que no es real ni irreal del todo. Esa luz que hace que el mundo no sea blanco ni negro, pese a que aparezca así en los periódicos”, escribe Julio sobre sí mismo en Entre perro y lobo.

En realidad, no hace falta escribir muchas páginas (si estas se escriben como lo hace Llamazares) para llegar a ser un escritor genial como le ocurriera a Rulfo, quien por lo demás ha ejercido una gran influencia en muchos escritores y en libros como La Lluvia amarilla, una de las obras cumbre de este escritor romántico contemporáneo, traducida a varios idiomas, que nos sigue sacudiendo las entrañas y nos hace reflexionar acerca de nuestra soledad y nuestra finitud.

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