Mayacine Faye: “Si mi madre sabe que vengo en un cayuco a España me lo hubiera prohibido”

Mayacine Faye, uno de los 180 migrantes del 'Chalé del Pozo' de León.

Antonio Vega / Elisabet Alba

Villaquilambre —

Mayacine Faye tiene 30 años y una Licenciatura en Turismo. El pasado 11 de enero llegó a la costa de la isla canaria de El Hierro desde Senegal a bordo de un cayuco, solo, sin su madre ni su hermana, que son toda la familia que dejó en su país de origen en el que estaba siendo perseguido por cuestión ideológica. Cinco meses más tarde, después de pasar por varios centros de migrantes, se bajó en un autobús en León para ingresar en el Programa de Protección Internacional (PPI) de la Fundación San Juan de Dios en el antiguo Hotel del Pozo, pero tristemente lo hizo en medio de una oleada de racismo y xenofobia sin precedentes. La suya es solo una de las 180 historias diferentes de los refugiados como él que dejaron todo atrás, con lo puesto como único equipaje, para empezar una nueva vida.

“Yo quería cambiar las cosas”, y eso lo llevó a ser perseguido por la Policía, cuenta a los dos periodistas de ILEÓN que entramos al 'Chalé del Pozo' para visibilizar la solidaridad que hizo frente a la xenofobia en León tras su llegada. Antes de llegar a España, huyó de Senegal a Mauritania porque temía ser arrestado por participar en manifestaciones políticas en contra de la situación del país. Allí trabajó hasta que consiguió el dinero para pagarse un pasaje en cayuco que lo transportara a Europa donde creía que lo estaría esperando la promesa de un futuro mejor. Ahora, en León, espera el momento de poder empezar a trabajar de cualquier cosa en cuanto su permiso de trabajo se active, en unos pocos días.

“Mi familia no sabía que iba a venir a España”. “No se lo dije”. “Si mi madre sabe que vengo en un cayuco me lo hubiera prohibido”. No es consciente, pero en solo tres frases sería capaz de desmontar él solo el discurso de odio que lo golpeó como una bofetada de la realidad más amarga que esconden también los países que se suelen definir a sí mismos como más desarrollados económica, cultural y socialmente que los vecinos africanos.

“No conozco a nadie aquí”. “Hablo con ellas [su madre de 65 años y su hermana de 39]”. “Ellas están bien”. Y él también, lejos de la represión política, con las necesidades básicas cubiertas y recibiendo clases de español. En apenas medio año ha conseguido entenderlo a la perfección y hablarlo con bastante soltura.

Le gusta León y querría quedarse, pero sabe que para eso tiene que trabajar. Está pensando en formarse como electricista, porque sabe que no puede optar a un puesto como técnico de Turismo que es lo que desearía, porque es consciente de que tiene una titulación africana que aquí no vale nada porque vino sin pertenencias y mucho menos sin la acreditación oficial que se podría homologar en España.

A la pregunta de cómo se siente, se apresura a responder que “muy bienvenido”. Y a la de qué piensa sobre el racismo que tuvo que sufrir después de su largo y complicado viaje hasta llegar aquí, le resta importancia. Tiene la mirada llena de pena, y quizá también vergüenza por todo lo que ha pasado, pero la sonrisa le desborda optimismo por tener la oportunidad de volver a empezar, aunque sea muy lejos de su casa y su familia.

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