La Puerta de la Reina, el lugar de las ejecuciones en León a mitad del siglo XIX
Hasta la mitad del siglo decimonónico, en el que el tinglado para castigar con pena de garrote vil casi estaba permanentemente montado en las ciudades, pues la ley era retributiva –ojo por ojo y diente por diente–, los indultos eran rarísimos y se buscaba, además de la ejemplaridad de la pena, la intimidación, cuidándose de anunciar la ejecución, para que no sólo de la ciudad, sino de toda la provincia, acudieran las gentes a presenciarla ante la Puerta de la Reina.
Unas ejecuciones que se contemplaban con el tañido lúgubre de la campana de la llamada Torre de Almanzor del antiguo Hospital de San Antonio Abad, que ocupaba parte del solar de la Casa Roldán pegada a la Iglesia de San Marcelo, durante todo el proceso de ajusticiamiento.
La decapitación y la horca eran los medios de ejecución habituales hasta la paulatina introducción del garrote en sus diversas modalidades (garrote 'noble', garrote 'ordinario', garrote vil). En 1775 el rey Carlos III prohibió la pena de muerte en la horca en favor de su aplicación mediante garrote vil.
Así contó una de esas ejecuciones el ilustrado periodista don José Pinto Maestro, director que fue, entre otros, de los periódicos 'León de España' y 'La Mañana':
Desde días antes comenzaban a llegar forasteros, que traían todos sus pequeñuelos, para que aprendieran en el trágico fin de los malvados a ser hombres de bien.
El día antes de la ejecución, los reos eran trasladados a la capilla de la Misericordia, en la calle que lleva su nombre.
Acompañábanle en aquel recinto sacerdotes y cofradías que tenían por fin tan piadoso objeto.
La iglesia, cubierta con paños negros y su altar en que la tembleteante [sic] luz de los cirios, ponían lívidos fulgores en la faz dolorosa de un cristo de la agonía, imponía y amedrentaba.
Ante el altar oraban los reos. Lúgubremente sonaban aquellos rezos contritos [llorosos] con que pedía perdón el protervo [condenado] a la divinidad indignada y misericordia para él [...]
A la puerta, un piquete de soldados contenía a los curiosos. De vez en vez la luna aparecía entre espesos celajes y sus rayos pálidos, arrancaban un saetazo de luz a las bayonetas.
Triste noche para la ciudad. En todos los ánimos, estaba obsesionante como una pesadilla, el espectáculo entrevisto a través de los hierros de la puerta de la capilla y el que al día siguiente se desarrollaría ante la Puerta de la Reina.
Antes de que amaneciera, las gentes invadían las calles. Más tarde, con terco y tenaz empeño, buscaban sitio en el lugar en que se alzaba el patíbulo. Hormiguero humano semejaba la muchedumbre, empujándose, gritando, atropellándose, abriéndose camino a empellones y puñadas. El griterío ensordecía. El sol dejaba caer áureos raudales de luz sobre la multitud, que se empinaba sobre la punta de los pies, para contar los palos hirsutos que se alzaban en el tablado, señalando las vidas que iban a extinguirse. El verdugo y sus ayudantes daban la última mano al escenario de la tragedia legal.
Subitante [sic] escuchábase un clamor. Todas las miradas volvíanse al sitio de donde partían los gritos.
Se acercaba una procesión terrible.
La fuerza pública empujaba a la muchedumbre a los lados de la carretera y aparecía el sentenciado cubierto con la vergonzante hopa [saco] de los ajusticiados, cabalgando en un asno, escoltado por las autoridades, jueces y golillas a quienes seguían las cofradías, que daban a la triste ceremonia el aspecto de un entierro.
El condenado, crispaba sus manos sobre un crucifijo...
“Creo en Dios padre todopoderoso”... decía el sacerdote que le acompañaba, con voz doliente.
“Creo en Dios padre todopoderoso”... repetía el cuitado [desventurado] con voz temblorosa.
Y así hasta que llegaban al pie del cadalso.
La multitud cesaba en su ulular cuando el reo se sentaba en el banquillo fatal. Cuando el verdugo se aprestaba a hacer funcionar el siniestro aparato, los padres aupaban a sus hijos para que vieran el terrible espectáculo y cuando el verdugo hacía jugar el instrumento y caía como una flor tronchada la cabeza del ajusticiado sobre el pecho, los padres daban a los infantes una tremenda y sonora bofetada, para que en sus memorias se grabara el terrible fin de aquel hombre a quien sus protervas [malignas] maldades llevaron a la horca.
Luego las gentes pugnaban por acercarse al tablado, para contemplar a su sabor el amoratado semblante del ajusticiado, con su boca crispada en mueca trágica, de la que pendía la lengua, y sus ojos que querían salir de las órbitas...
Y la campana de los ajusticiados, la campana del torreón del Hospital, que se alzaba en la plaza de Santo Domingo, [...] sonaba primero con el toque de agonizar, después el pausado, solemne y triste doblar de muerto...
El ajusticiado, para escarmiento de pícaros, permanecía aún expuesto, y bajo el sol, se cernían manadas de cuervos...
El espectáculo de la muerte, agudizado y encolerizado por el olor a sangre, inspiraba siempre profundas reflexiones; ante un cadáver, el hombre más valiente temblaba, y el hombre más incrédulo, por lo menos, dudaba. Esta crónica de la última ejecución en España, en 1893, de una mujer en Murcia, lo deja bastante evidente.
Nota: El lugar de ejecución en León en el siglo XIX estaba en la Puerta de la Reina, fachada que es a día de hoy la de la Audiencia Provincial de León y donde estuvo la Real Fábrica de Lencería (lienzos, hilaturas y alfombras) de León fundada por el rey borbón Fernando VI y su mujer Bárbara de Braganza, situada en la calle con el mismo nombre la entrada principal del Instituto Leonés de Cultura y la parte de atrás del Teatro Emperador, donde se construyó justo a finales de siglo 'La fábrica de la Luz', la primera estación eléctrica de la ciudad. El viejo Hospital de San Antonio Abad estaba al lado de la Iglesia de San Marcelo hasta 1922, cuando se trasladó a los altos de Navatejera justo al lado hoy del Hospital Universitario de León.