Memorias de la montaña (XI): el grillo
A los incautos grillos los cazábamos en la loma o en el soto, en realidad en cualquiera de los verdes prados que rodean el pueblo. Primero localizábamos su hogar, un agujero cavado en la tierra y bajo la hierba del que les obligábamos a salir vertiendo un poco de agua o usando una pajita. Una vez en nuestras manos comprobábamos si eran macho o hembra, dependiendo del número de apéndices que tuvieran en el extremo final de su abdomen, y solíamos quedarnos con los machos porque son los que cantan. Lo hacen para atraerlas a ellas, cómo no, enseñándonos sin saberlo entonces algunas leyes del flirteo que quizás no sean tan sofisticadas como las que luego usaríamos nosotros para ligar con las chavalas, pero que en el fondo ya escondían alguna que otra verdad universal sobre el arte de la seducción. Luego nos hacíamos con una grillera en Preciosón o dónde Elías para transportar al pobre animal, cautivo en su pequeña prisión de plástico y sobre un lecho de tréboles, a su nueva morada en el patio de nuestra casa o en el alféizar de la ventana, donde uno lo evoca cantando con triste melancolía a su amada grilla y acabando definitivamente con la paciencia de unos adultos a los que no dejaba dormir con su sinfonía nocturna, los mismos que a la segunda noche de aguantar la turra te hacían entender sin rodeos que ese bicho tenía que salir de casa ya mismo.
De entre todos los grillos que pasarían por nuestras manos en aquellos años, hubo uno especialmente infortunado cuyo fatídico final quedaría grabado para siempre en mi memoria. Durante una de esas tardes dilatadas de verano en las que como casi siempre andaríamos tramando algo, dejando que el aburrimiento incendiara lentamente nuestra imaginación con alguno de esos disparatados planes que nunca acababan resultando tan buena idea como habíamos pensado, sucedió algo que todavía puedo recordar con absoluta nitidez. La macabra e infantil ocurrencia fue depositar nuestro grillo sobre una enorme telaraña que coronaba las vigas de la cuadra del padre o abuelo de algún compañero de hazañas. Al principio asistimos con risas nerviosas al trágico espectáculo que nosotros mismos habíamos provocado, presos de una cierta y morbosa excitación por ver la lucha por la supervivencia de ese colosal insecto cuyo tamaño era infinitamente mayor al de la araña que le observaba desde lo alto de su mortal red, esperando pacientemente a que su sofisticada trampa hiciera el trabajo sucio. Luego todos nos quedamos en silencio durante las dos horas que duraría la inútil puja del grillo por desenredarse, observando fascinados cómo con cada gesto conseguía exactamente lo contrario, hasta acabar sin fuerzas y morir exhausto, momento que aprovecharía la araña para finalmente acercarse y empezar a valorar el enorme tesoro alimenticio que había obtenido sin apenas mover un átomo de su cuerpo, únicamente utilizando ese superpoder para construir redes con que la naturaleza le había bendecido. Fue el combate del siglo, una pelea a muerte, en vivo y en directo, sin blandengues tonterías que dulcificaran la crueldad de la contienda. Habíamos creado sin saberlo una nueva versión de la historia de David contra Goliat, una más cercana a un documental de La 2 que a la que habíamos leído en la Biblia, pero sin duda una mucho más real y pedagógica.
Con el paso de los años me he dado cuenta de que aquella especie de parábola de la araña y el grillo fue una sabia lección sobre la futilidad del tiempo, sobre nuestra indefectible condición de seres azarosos y mortales. Aquellas improvisadas lecciones de vida que a los niños de entonces nos regalaba la naturaleza no tenían nombre, no se podían explicar con palabras, pero recuerdo que esa misma noche me costaría mucho quedarme dormido, asaltado por todas esas vagas e inabarcables revelaciones que habían turbado mi espíritu. A la mañana siguiente abandonaría gran parte del niño que había sido hasta entonces en algún rincón del sur de la memoria. Me había convertido en un pequeño escéptico, había crecido.
👉 Continúa en la entrega XII: los bichos