Memorias de la montaña (XIX): el teleclub

Una fotografía antigua de un teleclub.

Al principio de los tiempos los seres humanos se reunían alrededor del fuego para escuchar todas esas historias que poblaban la noche, para calentar su comida y sus cuerpos. Luego ese mismo fuego, domesticado y encerrado dentro de grandes cocinas alimentadas con leña o carbón, convocaría a su alrededor a los habitantes de la casa durante los largos inviernos, convirtiendo a ese rincón del hogar en el lugar donde las familias se reunían, conversaban y daban buena cuenta de las viandas conque la matanza o la huerta les habían proveído. A principios del siglo XX llegaría la radio, una maravilla tecnológica que les comunicaría definitivamente con el mundo, capaz de entretener sus días con radionovelas e historias que sucedían en lugares lejanos, capaz de encender la imaginación de pequeños y mayores, de hacerles soñar despiertos, acunados por todas esas cautivadoras voces que llegarían a ser tan familiares como las de sus paisanos más cercanos. Y luego llegó la televisión.

Las primeras televisiones que aterrizaron en los pueblos de la montaña lo hicieron gracias a ese ambicioso plan modernizador impulsado por Manuel Fraga que llenó de teleclubs toda la geografía española. Esos espacios públicos del mundo rural en los que se encontraba la única televisión del pueblo fueron un salto colosal hacía el progreso, vertebraron a esa España pueblerina y aislada con las grandes ciudades, trajeron el vasto mundo a cada pequeña pantalla de cada pequeña aldea, fueron más de 4.500 ventanas abiertas a toda esa vida que palpitaba más allá del paisaje cotidiano. Esos teleclubs eran el centro social del pueblo, lugar de reunión y de toma de todas esas importantes decisiones que afectaban a la vida local. Allí se bebía, se votaba, se cantaba y se veía la televisión en un blanco y negro que restallaba sobre la pantalla trémulo y borroso, como en aquellos partidos de fútbol en los que frecuentemente había que hacer malabarismos con la imaginación para intuir donde estaba la pelota, para inventar y contar luego tirando de verborrea todos esos goles que en realidad nadie había visto con claridad.

Esas primeras televisiones fueron incluso capaces de acercar la luna hasta estos pueblos de la montaña. Ocurrió en la madrugada del 20 de julio de 1969, cuando todos nuestros paisanos abarrotaron los teleclubs de cada pueblo y permanecieron observando absortos y fascinados durante toda la noche el alunizaje de aquellos tres astronautas americanos sobre la superficie lunar. Muchos no dirían absolutamente nada durante todas aquellas horas que la televisión les había convocado para ver el milagro. Otros no pararían de mover su cabeza de lado a lado con gesto descreído durante toda la proyección, como quién ve una fantasía que no está dispuesto a asumir. Qué no hombre que no, qué a mí no me la cuelan, exclamaban temerosos al ver como aquella hazaña descolocaba su mundo y lo ponía patas arriba. Y los más soñadores, los poetas, se sintieron íntimamente traicionados por un futuro que no entendían, que había convertido a su anhelada luna en un prosaico y triste satélite que ahora se asomaba a la pantalla de aquel televisor del teleclub como un vulgar territorio conquistado.

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