Hordas

Manifestación por España.

Bajan como una columna envuelta en banderas rojigualdas. Bajan como un alud. Bajan como si esos colores fueran suyos. Bajan como si tuvieran claro dónde ir y qué hacer. Bajan, enojados, confiados, fuertes en su grupo enfurecido y brutal.

Ladran. Luego, cabalgamos.

Y mientras bajan se calienta la tierra. Mientras bajan, un hombre se tira por un barranco con su hijo de 7 años en brazos. Mientras bajan, la amenaza de una bomba nuclear emerge de unos labios en Oriente. Mientras bajan, un referente del socialismo europeo decide irse antes de que le echen. Mientras bajan, los precios suben en una Argentina que espera su segunda vuelta electoral para decidir entre un ministro de economía y un hombre que se asesora con cinco perros llamados Conan, Murray, Milton, Robert y Lucas. 

Mientras bajan muchos sienten orgullo, otros sienten miedo. Mientras bajan unos sienten nostalgia, otros huelen a naftalina, otros huelen a revuelta porque hace poco, sin darnos mucha cuenta, hemos constatado que la rebeldía cambiaba de signo y dirección.

Y es un martes en Madrid y la Gran Vía no tiene prisa por dejar de tener luces. Y es un martes y el Congreso lleva más de 100 días esperando que una investidura se logre y el Gobierno deje de estar en funciones para lograr el acuerdo social y territorial que algunos votamos.

Y es un martes y el día anterior fue lunes y al día siguiente será miércoles y la semana concluirá mientras twitter seguirá haciendo su nefasta magia. Operará caldeando un ambiente que se pretende refrescar. Operará repitiendo una y otra vez imágenes que tal vez no sean tan enormes hasta que las retinas se agoten de revisarlas.

Y del otro lado del puente la posibilidad de aguantar un muro frágil. Una posibilidad que pende de un hilo que viaja como un péndulo en la oscuridad en hoteles entre Bruselas y Madrid. 

Y en el medio tierras desamparadas que no recuerdan cuándo fue la última vez que interesaron tanto a alguien como para poner en duda su propia esencia. 

Y es por esos olvidos recurrentes que algunos aún hacen política. Es por esos olvidos recurrentes que algunos creen que los problemas en la tierra pueden resolverlos los hombres. Me lo preguntó el otro día una pareja de mujeres, Testigos de Jehová, que avanzaba por mi aldea abandonada buscando la fe en los poquísimos habitantes que aún nos quedan entre las ruinas maragatas. Se toparon conmigo, joven y desubicada, y después de su sorpresa, me dijeron: ¿Te importan los problemas de este mundo? Sí, por supuesto, les aseguré. ¿Pero, crees que los hombres son capaces de resolverlos? Claro, para eso está la política. Y se fueron más rápido de lo que habían venido.

Les dije que sí con una rotundidad que me salió del alma. Pensé, luego, sin embargo, lo fácil que sería creer en algo superior que me aliviara de la carga de esas hordas que vi bajar por las calles de Madrid y de esas muertes que siguen y de esas redes que alientan, redimen y matan. 

Yo busco un tren de regreso y me quedo varada una hora entre León y Palencia escribiendo esta columna y pienso cuándo seremos capaces de negociar nuestro destino y redimir nuestras culpas. Quizás cuando dejemos de creer en un Dios que no recuerda dónde está nuestra casa pero que tal vez sí sepa dónde queda Celama.

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