Pavesas
Durante algunos días pensé que mi pueblo estaría a salvo: el incendio, aún, estaba lejos. Pero la otra tarde, en una charla que ofrecieron bomberos de la BRIF de Tabuyo en Filiel, en una sala llena a rebosar, descubrí que no. Que, en realidad, las llamas llevan dentro de sí un combustible mayor que genera briznas de ceniza incandescente: estertores que pueden recorrer grandes distancias hasta posarse en lugares que, si son combustibles, pueden generar nuevos focos. Un árbol demasiado seco, un poco de leña mal ubicada, casi cualquier cosa que haya sufrido varias jornadas de calor intenso como el que presenciamos este verano y los que vendrán. Esas briznas se llaman pavesas.
Los pueblos deteriorados por la cadena de desgracias que implica su despoblación se convierten en pasto propicio para el desastre: hacen falta rebaños, hacen falta tierras trabajadas alrededor de los núcleos de viviendas para hacer frente a las consecuencias del clima extremo que ya esta aquí. Hace falta vida, la vida que hemos dejado escapar por un sueño mentiroso que se vende empaquetado y dúctil en supermercados con mucha música ligera y luces que despistan al más terco.
Porque no podemos ponerle puertas al campo, ni debemos: los bomberos no pueden solos preparar el terreno para el verano. Hay que pisar la tierra, removerla, molestarla, recordarle que aún estamos aquí, dispuestos a entenderla y trabajarla.
Aún así los de la BRIF siguen haciendo de todo: lo último, un calendario para ayudar a los damnificados que ya se puede comprar en locales de La Bañeza y Astorga.
Cerca de Filiel, ese pueblo que se salvó por los pelos de convertirse en ceniza hace apenas unos meses, está Chana de Somoza, con poco más de 20 habitantes. Allí puedes caminar atravesando el otoño con el pecho encendido y los pies enterrados en las hojas que acolchan los senderos. Y, si te pierdes un poco más, puedes llegar a las instalaciones del antiguo molino y sus viviendas aledañas que en el pasado siglo XX estuvieron llenas de vida y que aún hoy permanece en un estado de conservación que te deja perpleja. Sobre todo porque cuesta entender cómo semejante espacio no se aprovecha para dar luz a las mil ideas que al menos a mí me pasan por la cabeza cuando salgo a pasear y me convenzo, más, de que no hay otro modo de resetear este desatino de sistema que nos atrapa que desde los lugares a los que casi nadie mira.
De la ruina y el abandono se puede extraer un mineral preciado, de hecho, aún se aprecian en Chana las murias de todo el oro que los romanos supieron discriminar allí: miraron nuestro paisaje con ojos de negocio y dos mil años después observamos aquel expolio como una sencilla belleza antigua. Me pregunto cuáles serán nuestras pavesas, cómo encontraremos el modo de transformar el fuego que nos arrasa en otro que nos regenere. Hay un mineral preciado en este momento de la historia y es el tiempo: casi nadie lo tiene pero todos lo buscan. Se trabaja para vivir mejor, pero casi nadie lo logra.
Entonces, ¿no es este espacio un revulsivo contra la locura que implica entregar la vida a cambio de migajas? Si miras al Teleno con la frente alta y los tobillos tapados por el peso del otoño, lo tienes claro. Solo vale la pena dar tu tiempo si en contrapartida te permiten respirar, conectar tus pulsos con los pulsos del territorio, resistir no como quien espera una batalla, sino con el orgullo de saber que estás haciendo lo necesario. Repoblar el abandono exige cuidar el ecosistema completo: el tuyo, sí, pero también de quienes aún se acumulan en esos pisos a los que la comida solo llega sobre ruedas. No estamos aquí por nosotros únicamente, nos quedamos por todos. Y cuanto antes lo entendamos, mejor. Es hora de reequilibrar el territorio no ya por quienes aquí resistimos, sino por el bien común.