Comerás flores
Le robo el título porque en este libro puede parecer que no hay demasiada naturaleza, pero es al revés: la hay, porque estar vinculada a nuestro lado salvaje nos salvaría, muchas veces, de quemarnos el corazón. Hay instintos que debemos reconocer y eso nos falla, precisamente, porque hemos aprendido a no escucharnos demasiado, a ignorar las señales claras, a avanzar, aunque tengamos delante el mismísimo abismo. Y vivir apartadas de la manada cuando el peligro sucede, es un problema aún mayor.
La novela de Lucía Solla Sobral publicada por Libros del Asteroide debería ser una lectura obligatoria para todas aquellas personas que aún estén tratando de entender en qué consiste esto de las relaciones afectivas en la edad adulta. Ella lo pone en la piel de una muchacha muy joven, casi adolescente, que en medio de un duelo por la reciente muerte de su padre se enamora de un hombre mucho más mayor, más solvente en lo económico, encantador para los de fuera y, sin embargo, dueño de su cara más terrible cuando nadie mira. No hay maltrato físico, que sería más obvio, sino mucho más siniestro, perpetrado por quien sonríe hacia fuera y genera infiernos de interior. Y los edifica precisamente en quien trata de amar, sin saber cómo hacerlo. Así, en sus modos de ejercer el poder ella se vuelve cada vez más pequeña, más triste, más aislada de la gente que realmente la quiere. Y desaparece. Nos ha pasado a muchas. Encandiladas por un amor apasionado, nos perdemos porque nos entregamos y salir de ahí, por supuesto, no es fácil. El genetista Miguel Pita decía hace poco en una entrevista que enamorarse implica construir todo un andamiaje que después, en la ruptura, genera un lógico sufrimiento porque hay que retirar cada puntal que pusimos con la entrega total que implica enamorarse, que no es otra cosa, en el fondo, que bajar la guardia, dejarse ir: confiar. Y se tiende a confiar mucho más cuando, a la vez, se está atravesando un duelo, que es lo lo que le pasa a la protagonista de la novela. Y todo ese combo escuece, claro. Cuando eres adolescente y no sabes de qué va la historia, la cosa se complica y puedes pasarte años dando vueltas sobre el mismo infierno antes de desarmar el andamiaje. Cuando peinas canas, por lo menos, reconoces las dinámicas y, aunque te cueste la vida, sales como puedes: huyes hacia adelante con el corazón roto y las plumas perdiéndose en el mismo viento que te hacía volar cinco minutos antes. Por eso sería ideal que esta novela, Comerás flores, se viralizase entre adolescentes. La literatura no solo es entretenimiento, también tiene una función social: nos enseña a ponernos en el lugar de otro, de la víctima, pero también del monstruo para reconocer sus patrones, para identificarlo después en el día a día.
Esta historia sucede en una ciudad de provincias, como les llaman algunos a lo que no es Madrid. Y es cierto que el infierno en ciudades más pequeñas puede ser también más sangrante: porque no hay salida sencilla, porque el escenario es más pequeño y, por eso mismo, los recuerdos se acotan a un lugar del que no es sencillo zafar. Pero también, como muestra la autora en la novela, la comunidad que te sostiene es más cercana, más atenta, puede espantar literalmente a los fantasmas de tu cabeza estando cerca, que es lo que necesita una víctima así: sobre todo, compañía y sostén para salir del dolor y el engaño que provoca quien promete amores que poco tienen que ver con la vida real.