Cuando de joven era invitado a casas más o menos campestres por amigos, en teoría para comer, beber, reír y quizá amar, se repetía siempre la misma escena: estos actos se convertían en extenuantes jornadas de apilamiento, disposición, acarreo y limpieza, antes, durante y después de la lúdica bacanal que se trataba de llevar a cabo. Cuando, años después y por motivos yo mismo me hice con uno de tales establecimientos me juré no caer en los frenesís de leña y hormigonera que llevaban, al parecer inexorablemente, aparejados. Haré lo mínimo –me decía– para devolverle el verdor (o el blancor o el rojor o lo que fuera su tono original) a casa y finca y viviré luego en ese diorama en conversación con los difuntos con pocos pero doctos libros juntos, etc. Imaginaba plácidas imágenes de valleinclanescos jardines; de Faulkner, Neruda, James Joyce, Cernuda o Salinas ojeando volúmenes en una tumbona. Eso quería yo. De vez en cuando levantaría la vista, reconfortándome con el esplendor en la hierba y la gloria en las flores y caminaría después lentamente con la cabeza desnuda por losas de sobadas piedras hasta el fresco lecho. ¡Juá! Antes de poder decir Castorp ya estaba sumergido en una vorágine al parecer infinita de arena, cemento, avispas, silicona y Betadine. En el exterior más o menos ameno no disfrutaba de mi tiempo acariciando tomos en piel ni llenando o vaciando mi pipa en el romántico brocal, sino escoriándome las extremidades y llenando y vaciando carretillos y calderetas. El bucólico telón o forillo que ansiaba de fondo se convirtió en reja –forjada– y me vi reproduciendo el gesto o danza que siempre me había parecido disuasorio ante ambiciones agro/inmobiliarias: LA JOTA DEL PROPIETARIO. Como cantan en The Rocky Horror Picture Show: consiste en poner las manos en las caderas y mirar a un lado, luego al otro, repetir la operación y ver, con ceño en puño, que falta recortar, retejar, recoger y repintar absolutamente cualquier lugar en que el afanoso dueño o arrendatario ponga los ojos. El orgulloso giro de cintura del bailarín maño/baturro desaparece y se transforma en movimiento de periscopio con bocina de alarma y todo. Resulta indiferente que el sujeto sea amo o inquilino y la finca pegujal o mayorazgo: llegará un momento en que se detendrá erguido en medio del terreno –igual da cuán grande o pequeño– y ejecutará esta paralítica danza infructuosamente. Y, sí, resulta lo mismo hacerlo en albornoz o disponer de una legión de guardeses que obren o procedan: el concernimiento giratorio y coxofemoral persistirá hasta que el contrato entre señor y predio cese. O sea, nunca.