Argentina en tu breve mirada

Hace apenas un mes volvías a caminar esas mismas calles porteñas que ya se habían enraizado en tu memoria la primera vez que las recorriste, hace ya más de una década e invadido por esa fascinación que despiertan las primeras veces, esa que solo se nutre de paisajes nuevos. Ahora volviste a pasear por la calle Corrientes y por San Telmo, por Retiro y por Belgrano, por Villa Crespo y por Palermo…
La misma ciudad pero otras vidas, como el río de Heráclito. Pocas ciudades han tenido esa capacidad de abrigarte con su tejido de costumbres tan rápido. Todo resulta familiar, en apenas unas horas ya te ha despojado de tus ropajes de extranjero para acogerte como un porteño más.
Buenos Aires respira una aristocracia agotada, una elegancia decadente y voluptuosa, desconchada y dormida. A veces parece un palacio abandonado y desvalijado que busca regresar a la vanguardia que siempre fue entre excesos y pobreza, entre rascacielos y villas. La colosal distancia que existe entre los pudientes barrios del centro y el conurbano de la gran ciudad es obscena. Es la misma desigualdad que hay entre la basura de los asentamientos más pobres y la nevera colmada de las casas pudientes o los escaparates de las tiendas más trendy de la Recoleta.

Aunque la verdadera Argentina es el interior, la inmensa provincia que también te recibe con una amabilidad antigua y afectuosa, donde la gente es mucho más piola y abierta, donde te hacen sentir como un boludo más en lo que tardan en compartir un mate con vos o en invitarte a un asado. Y lo cierto es que vos te sentís de allá desde hace mucho tiempo, desde que leíste a Borges o a Sábato, desde que te reíste con Quino o Les Luthiers, desde que te emocionaste con Maradona o Francescoli, desde que escuchaste a Cafrune o a Calamaro, desde alguna remota conexión que te une a ese país como solo unos pocos y escogidos lugares lo han hecho, con una intimidad que no entiende de palabras, que tiene más que ver con los sonidos y los olores, con los colores imposibles del alma.

Tomas un colectivo y atraviesas enormes llanuras y espacios abiertos entre rebaños de vacas y pueblos olvidados, un territorio horizontal e infinito que se extiende ante tus ojos como un ocre océano de pastos y cereales. Y recorres las arboladas y geométricas avenidas de Tres Arroyos, esa pequeña ciudad de campo que destila una calma rural y orgullosa, donde ella te enseña los lugares que la vieron crecer. Y os acercáis a conocer las imponentes playas y edificios de Mar del Plata, y a la universitaria y calurosa Bahía Blanca, y a los estirados y salvajes arenales de Claromecó… Y cómo no, también disfrutáis en familia de unos bifes de ternera cocinados sobre un disco, una estructura cóncava de hierro extraída de las máquinas usadas para arar la tierra. O de varios asados entre risas, besos y amigos mientras se discute sobre si el peronismo agoniza o sobre la motosierra de Milei, sobre River o Boca, sobre Charly García o La 25… Y das buena cuenta de más viandas y de muchas otras charlas que se alargan lo que se tarda en acabar el vino, sea un buen plato de polenta con tuco o una bondiola desmenuzada.

Los días en Argentina pasaron tan rápido como únicamente lo hacen esos pocos elegidos que escriben los tiempos más felices, con esa intensa sensación de presente que no entiende de estériles nostalgias o evocaciones futuras. No tienes ni idea de cuál será el porvenir de esa tierra dormida, de ese país al que le sobra talento y le lleva faltando futuro desde hace ya demasiado tiempo. Lo que sí sabes es que, pase lo que pase, vos estarás mirando, vos estarás deseando que les vaya bien a los boluditos.