Museo Egipcio de León
Es una máquina del tiempo, que diría H.G Wells… En efecto voy a decir algo que vosotros los humanos no creeríais: existe un Museo Egipcio en León actualmente sito en el Palacio de Gaviria, junto al Colegio de Arquitectos, en ese casco viejo de la ciudad en el cual las épocas del pasado se trenzan como una alfombra de nudos.
Y una de las antigüedades más preciadas de ese Museo Liceo Egipcio de León es el director encorbatado, fornido, cortés y brillante como el oro de Tutankamón, el cual te conduce como de la mano en la visita guiada con pasión devocional, o así, como uno de esos seres sagrados del Libro Egipcio de los Muertos mitad hombre mitad halcón.
El lugar es recoleto, oscuro, intrigante y valioso igual que un pozo repleto de diamantes (ahí dentro hay un sarcófago, y una biblia copta, y papiros, tablillas jeroglíficas, joyas funerarias, máscaras, varios dioses de bronce, mucha bibliografía, una carta del arqueólogo británico Howard Carter que descubrió, en 1922 en el Valle de los Reyes, la tumba del rey niño, esto es, la del faraón Tutankamón, y hasta se hacen en ese museo insólito visitas nocturnas teatralizadas que consisten en una recreación fiel a los textos de las pirámides del Ritual de Apertura de la Boca).
Pero lo cierto es que para mí el museo huele tanto a ungüento de sacerdotisa experta en momificaciones, como a la colección de perfumes de Cleopatra. Y sabe a arena del desierto, y al mamá que comían los israelitas en los tiempos de Moisés.
Lo cierto es que, ese museo independizado de las prebendas de lo politizado y de lo público, ése que sin salir de León te transporta al antiguo Egipto (el país del sol y los secretos; el imperio más glorioso de la Tierra que surgió de las dunas de arena hace más de cinco mil años presidido por monumentos construidos para mantenerse en pie durante toda la eternidad, un imperio que en el fondo sigue siendo hoy un enigma fascinante, y por eso existe la egiptología) ha sido creado en León por gente que rezuma una inteligencia clara y alta como el cielo protector de Paul Bowles...
En verdad el lugar es tan imposible que tiene algo de cripta, algo de habitación sacerdotal, algo de estómago de efigie y cuarto y mitad de sede secreta de secta de ciencias herméticas… ¡Pero enamora por las joyas obtenidas en subastas que atesora, que exhibe, y por su condición de enclave extemporáneo pero nuestro!
Entro allí acompañado por tres niños egiptólogos en ciernes, tres amigos que, como yo mismo, en otra vida fueron saqueadores de tumbas aunque no por dinero sino por curiosidad, y el amor de mi vida cuyo abrazo constante es como encontrar cada día el templo perdido de Ramsés.
Lo vemos todo a velocidad de vértigo, pues cerrarán pronto. Creo sentir en los diferidos ojos de mi hija Lorca el renovado placer que una vez alcancé en la adolescencia al seguir la vida de un médico en los tiempos de Akenaton mientras leía Sinuhé, el Egipcio de Mika Waltari, y el ansia de aventura que alcancé al sumergirme a solas en las novelas de Christian Jacq y de Naguib Mahfuz.
Salgo. La luna desenfocada de noviembre se parece a un plato de oro labrado en su reverso con la faz de los dioses Osiris, Isis y Horus. Miro el reloj y son las ocho y cuarto de mi vida hace varias décadas. En los tejados de León los gatos lamen las estrellas. Llamo a mi querido Carlos Blanco para decirle cuánto añoro volver a ser aquel adolescente cuyo tiempo para estudiar y soñar era infinito…
Ya lo dejó escrito Terenci Moix en No digas que fue un sueño: “el hombre teme al tiempo, pero el tiempo solo teme a las pirámides”.
Hay gente maravillosa en este mundo. Para atestiguar esto vayan a ver el Museo Egipcio de León, y díganme si logran regresar.