Mar de fondo

La novela de Violeta Serrano se titula 'Hijas de Nadie'.

Se metió en el mar con una cesta de plástico morada y unas flores dentro. Hacía bastante frío y no llevaba bañador: entró en calzones. Y se alejó poco a poco de la orilla, esperando que las olas cubriesen un poco más sus piernas, un poco más su vientre, hasta traspasar sus hombros. A la tercera embestida soltó y la cesta siguió su viaje. Pero no fue, seguramente, como lo había imaginado. Porque la cesta no se perdió, mansa, cabalgando las olas hasta romper el horizonte. La verdad es que a la siguiente oleada las flores volaron por los aires y la cesta quedó sola, vagando a la deriva. A los cinco minutos otra bañista, preocupada por la contaminación del mar, agarró la cestita enojada y la tiró a la mierda. Cuando terminé mi paseo por la playa de los Locos, la famosa cesta estaba entre las rocas, al lado de una papelera próxima a la escalera de acceso. 

La vida es un poco eso: tolerar frustraciones y, a partir de ahí, tratar de salir a flote incluso con el cuerpo agarrotado por el frío helado del mar del norte en invierno. Para buscar el ancla de la que tomar amarre para recalcular los pasos, pienso qué me hizo feliz en otro tiempo. Y lo pienso intentando no hacerme trampas como la cesta en el mar. No es la imagen que yo tengo idealizada: es la realidad que te tambalea hasta hacerte caer, que te tritura mostrándote cómo las flores se desperdigan y desaparecen sin que a nadie le importe demasiado. 

Partiendo de esta premisa pensé en qué momento fui feliz y acordé conmigo misma que he tenido varios y muy intensos. Casi todos vinculados a la escritura y a la capacidad de llevar a cabo proyectos: hacerlos realidad, verlos crecer, dejarlos caminar solos. Como los libros. Pero los libros, ay, los libros, son otra cosa: son un juego de espejos con mi impaciencia, son un lugar del que siempre quiero huir y no hay caso. Corro en dirección contraria y las ideas vuelven, como un bufón en medio del palacio de mi aparente serenidad. La escritura es una maldición y un refugio al mismo tiempo. Decía Carmen Laforet que ‘si uno es escritor, escribe siempre, aunque no quiera hacerlo, aunque trate de escapar a esa dudosa gloria y a ese sufrimiento real que se merece por seguir una vocación’. Y tiene razón. No hay modo de huir. Lo mejor es asumirlo. Aceptar que se va a sufrir, sí, que sólo en pequeñas ocasiones tendrás destellos de cegadora felicidad, que sólo si se alinean ciertos astros podrás, tal vez, algún día, domar esa pasión.

He vuelto a escribir porque creo que sólo en esos momentos soy realmente la muchacha que reconozco ante el espejo. La que soñó ser escritora y lo logró. La que se fue del camino porque sintió otras urgencias. La que cree, sin embargo, que solo en ese paréntesis que es la escritura hay un verdadero refugio para el dragón que le camina por el esófago y las clavículas hasta anidarle en la garganta. Cada cual tiene su paz, la cuestión es reconocerla, no perderla en el trayecto, no librar la vida a una brújula que puedan dirigir otros. No renunciar a lo que una es. 

Por eso, tal vez por eso, me animo a publicar una novela pronto. Por eso, tal vez por eso, esta vez lo haré desde casa: la editorial leonesa Mr. Griffin me hace hueco en su sello Mrs. Danvers para que Hijas de nadie sea al fin real. El libro ya está en marcha y me temo que no hay vuelta atrás. Solo queda esperar el oleaje y amarrarse a la frase de Laforet mientras observo esa cesta empotrada entre las piedras del acantilado. 

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