Las suposiciones provinciales
Hace mucho tiempo, cuando la Unión Soviética era un acostado y sombrío gigante interpretaban sus movimientos o intenciones relacionando hermenéuticamente de qué manera se había dado aquel año el trigo en los Urales y cuántas filas de gente habían colocado entre determinado general y los pelos de las orejas de Breznev. Estos expertos en interpretación eran llamados kremlinólogos y acertaban sus conjeturas en la misma proporción que los economistas: prácticamente nunca. Daba igual. Era la torva manera en la que nos entreteníamos y creíamos ser informados en los setenta y su único sentido residía en que el hermetismo del Telón debía ser semióticamente destripado para nuestro consuelo: resulta humillante no enterarse de nada y nada resultaba más fácil y agradecido que colegir tremendos nublados por parte de tan inescrutable colectivo. Bien. Pues esto me lleva pasando toda la vida con la prensa provincial que, con entusiasmo digno no ya de mejor causa, sino de alguna lleva encajándome sueltos con esta fórmula: 1) el tribulete se remonta a un tiempo indeterminado, 2) continúa extrayendo de su maletín unos fantasmales muñecos de los que se ignora cuál es su pelea, 3) se enfada muchísimo con ellos y 4) concluye con un sentencioso así nos va. Fin. Hay gente que disfruta –en serio– sabiendo quién es el vicesecretario del Ayuntamiento de Matallana y si está peleado con la mujer del cuarto en las listas del PP para la Diputación. De hecho creen que no se trata de una patología. Victoriano Crémer estuvo publicando este tipo de prosa noventa y siete años y yo creo –o me parecieron– tres meses más… después de muerto. Es, como digo, un estilo. Un género periodístico pequeñín. No dudo de que, al igual que los músicos de jazz, las personas que escriben estos galimatías se lo pasen en grande y queden aliviados como después de purga, pero yo me niego a creer que si no entiendo de qué cojones están hablando la culpa sea mía. También es verdad que no me importa nada y van tres décadas desde que salté la barra y tuve que saber –o disimularlo– cuántos concejales pueden bailar en la punta de un bolardo para hacer gracietas; pero no voy a consultar a ningún cremerólogo para que me oriente acerca de cuál es –¡si lo hubiere!–y dónde se encuentra el sujeto y dónde el predicado en –por ejemplo–: Ya han vuelto los de siempre a hacer de las suyas. No se puede decir que no estábamos advertidos. Desde que a los tres de la fama se les tornara el capote, la pelea por el pesebre se abronca. De esos truenos vinieron tales campanas y ahora arrímeme usted esas pajas y así no se puede. No. No se puede. Yo os maldigo. Maniáticos. Porque la culpa es mía y repaso estas mierdas una y otra vez tratando de averiguar si se refieren a diferentes posturas enfrentadas y odios africanos en la concejalía de Cultura o de que al final no reponen las tapas de registro en Veguellina. Y así me va. Supongo.