El perro
Se llamaba Friday por eso y porque llegó a tu vida cuando aterrizabas en aquella isla como el único superviviente de tu propio naufragio. ‘Te llamaré Viernes, porque ese día te salvé la vida’, decía Robinson Crusoe en la novela de Daniel Defoe. Aunque en tu caso fue la contumaz alegría de ese perro lo que te salvaría a ti la vida, lo que curaría tus heridas poco a poco hasta recomponer el corazón roto. Con cada paseo, con esa fidelidad desarmante y con su paciencia infinita te enseñó más de ti mismo que muchas de las personas que habías conocido hasta entonces, mostrándote rincones desconocidos del alma y dando sentido a la rutina de los días con su sola presencia. Puede sonar exagerado, pero en los silencios compartidos con tu perro cabían más sabias e inefables certezas que en cualquier erudita conversión con otro ser humano.
Esta semana Friday se ha ido, tenía casi quince años y había vivido una vida plena y llena de aventuras. Lo hizo despacio, sin hacer un ruido, como un paisano de los de verdad, con la noble discreción de un viejo roble, sin quejarse nunca, apagándose poco a poco y acompañado por dos de las personas que más lo han querido. Por eso ahora es momento de celebrar su vida, de añorar su fiel compañía recordando todas las peripecias compartidas. El tipo vivió la bohemia mediterránea con una plenitud juvenil y alocada. Era una auténtica celebrity en Valletta, esa hermosa ciudad fortificada y barroca que se introduce en el mar como la punta de una flecha. Caminar junto a Friday por la calle suponía acabar saludando a todos los vecinos que primero le habían dicho hola a él. ‘Nosotros solo somos los que van detrás, meros acompañantes del figura’, solía decir con ironía Billy, su mejor amigo y mentor en esos primeros años de vida.
Friday era el rey en aquel inolvidable patio de recreo donde nos abocábamos a los infinitos días azules contagiados por su despreocupado y curioso talante. La ciudad era suya y habitualmente la recorría en libertad, perpetrando alguna que otra fechoría y recorriendo todos sus rincones en busca de alguna tapina que llevarse a la boca. La isla estaba llena de gatos, unos felinos enormes y bien alimentados que no temían a nada, enemigos irreconciliables de nuestro amigo perruno al que desafiaban desde sus posiciones a salvo en el alféizar de alguna ventana o sobre una columna de piedra. En ocasiones llegó a liarla parda peleándose con ellos o con algún que otro perro que se acercaba a su territorio. Cuando sucedía algo así desaparecíamos del radar una buena temporada, hasta que se tranquilizara la cosa, como delincuentes profesionales.
Le encantaba bañarse en el mar, algo que hacíamos casi todos los días. Recuerdo una ocasión en la que correteando por el malecón donde unos pescadores tiraban su caña, el muy incauto tuvo la mala suerte de pisar un anzuelo. El pobre no paraba de aullar de dolor mientras lo llevábamos en la moto de los años 50 de un amigo holandés a una clínica veterinaria de urgencias. Gajes del oficio por tener un alma traviesa. Ese incansable afán por andar siempre enredando hizo que las cómicas batallas vividas junto a ese audaz perro hayan sido infinitas. Al fin y al cabo han sido quince años teniéndolo como compañero de correrías. El tío además era guapo hasta decir basta y tenía un especial carisma para las chavalas, el muy sinvergüenza solo tenía que agitar sus orejas o hacer alguna gracia de las suyas para conquistarlas sin remisión. Vivió intensamente, compartiendo rocambolescas historias con innumerables amigos y amigas que lo adoraban mientras él mostraba esa seductora indiferencia de los que se saben el centro de atención.
Con el tiempo terminamos mudándonos a la montaña leonesa, donde conocería la nieve y esos verdes bosques que tanto le entusiasmaban. Fue entonces cuando la conquistó a ella, cuando agitó el corazón de una Ale que, con permiso de tu sobrina Emma, ha sido su mayor compinche y compañera de tropelías en estos últimos años. Porque el que tuvo retuvo, y en estos lares siguió derrochando encanto y protagonizando alguna que otra hazaña de vez en cuando, cómo cuando por algún despiste o despidiendo a algún amigo quedaba la puerta de casa abierta y él aprovechaba la confusión inicial para desaparecer en la oscuridad de la calle y correrse una buena juerga por el pueblo. O cómo cuando estaba siempre al quite para darse una buena panzada de chuches al menor descuido.
Con Friday inventamos un lenguaje íntimo que solo nosotros entendíamos, el mismo que explica esa edad nuestra que siempre le pertenecerá. Nos hemos reído tanto con él y ha estado tan presente en nuestras vidas, aligerando cualquier momento de pesadumbre u originando mil chistes con su callada compañía, que será imposible añorar la felicidad de todos estos años sin recordar a esa indomable criatura con alma de viernes.