Memorias de la montaña (XIII): la bicicleta

Una bicicleta.

Todos recordamos a la persona que nos enseñó a andar en bicicleta, haya sido nuestro padre, tío, hermano, primo o, como en mi caso, un amigo de la familia. Se llamaba Tino y era el hermano mayor de mi compañera de peripecias, María José. Y el lugar donde di esas primeras pedaladas que te alejaban de los ojos maternos y te empujaban hacía otra edad fue la plaza del pueblo, un rocoso circuito que por las tardes de verano se llenaba de críos llenos de postillas en rodillas y codos, marcas que hablaban de nuestra osadía sobre las dos ruedas y que lucíamos orgullosos como si fueran heridas de guerra. Los hijos de aquella explosión de natalidad de los años 60 y 70 del siglo pasado encontramos en la bici una forma de estirar las fronteras de nuestro pequeño mundo hasta distancias que entonces nos parecían siderales.

Pero antes de nosotros estuvieron los paisanos más mayores, aquellos que recorrían largas travesías montados sobre sus bicicletas porque era lo que había para moverse y para trabajar; eventuales ciclistas como el cartero, el médico, el pastor, el tendero, los mineros que bajaban de Veneros al terminar su jornada para tomar unos vasos de vino en la taberna, o Braulio el guarda, que iba siempre que podía a la fuente que hay a la entrada de Pardomino para poner sus piernas en remojo y aliviar así esos problemas de circulación que le daban tanta lata. Aquellas bicis de entonces eran el principal medio de transporte, unos artilugios que pasaban de mano en mano y que en muchas ocasiones se heredaban como un tesoro del padre o del abuelo, que eran pesadas como un buey y tenían una barra que ensamblaba la estructura desde el manillar hasta el sillín, un hierro horizontal que podía hacer que te acordaras de todos los santos del cielo cuando tu pie resbalaba del pedal y dabas con tus partes íntimas sobre él.

La bici para ellos era vital y viajaban de pueblo en pueblo para realizar sus tareas, visitar a los amigos o robarle un beso a la moza. Como Alfredo, que se cuenta que iba a ver a su novia a Madrid en bicicleta. No sé cuanto le llevaría el viaje, pero eso sí que era devoción, el tipo peregrinaba desde Boñar a la capital del reino por amor. O como José y Pito, que iban a la sesión de las cuatro del Cine Mary de León también en bicicleta y cargados con un suculento bocadillo del que daban buena cuenta por el camino. Lo único que debían hacer antes y como promesa a la autoridad materna para que les dejara emprender la excursión, era ir antes a la misa de las ocho de la mañana. Luego volvían a Boñar en el tren, cansados y felices después de una jornada de aventuras en la capital. Pito tenía un taller de bicicletas y uno lo recuerda enfundado en su sempiterno mono azul y laborando entre todos esos esqueletos de bici esparcidos por el local. A los niños nos dejaba estar allí pasando el rato, mientras observábamos fascinados como manejaba aquel desorden de hierros, tubos de goma, ruedas, radios, monturas, manillares, pedales y esa grasa aceitosa que se desparramaba  sobre su mono de trabajo y teñía sus manos de negro. 

En aquellos veranos de infancia nosotros también estábamos todo el día yendo de aquí para allá en bicicleta, a  jugar al Soto o a cazar bichos al Pinar, a las cuevas o a la cascada de la Cola de caballo, a bañarnos al pantano o a a merendar a San Adrián. Nadie nos preguntaba adónde íbamos. Simplemente salíamos de casa por la mañana sin destino fijo y dejando que los avatares de la vida nos empujaran hacía uno u otro lado. Como cuando se celebró el Mundial de fútbol de España del 82 y, como algunos partidos los daban por una segunda cadena de televisión que de aquellas todavía no se podía ver en Boñar, siempre acababamos juntándonos unos cuantos zascandiles sin bigote para recorrer sobre nuestras bicis los 12 kilómetros que nos separaban de un bar que había en el barrio de la estación de La Vecilla. Así logramos ver varios partidos, como aquel 3 a 2 entre Italia y Brasil que quedó grabado en mi memoria con esa anárquica tozudez con la que se empeñan en permanecer en nuestro interior algunos episodios de aquellas edades. 

En otra ocasión recuerdo ganar un enorme prestigio entre los demás miembros de esa misma pandilla de secuaces que siempre andábamos maquinando alguna idea  disparatada y enredando por el pueblo con una apuesta un tanto delirante. El reto consistía en llegar desde la plaza de Boñar hasta Palazuelo con solo tres pedaladas, tres gestos que ejecuté con fuerza al principio y que sirvieron para coger una velocidad inicial que luego mantendría en la carretera general, gracias a una leve cuesta abajo y durante los cuatro kilómetros que separan ambos pueblos, a base de mover el manillar de lado a lado para impulsar el movimiento. Fue una de esas diminutas hazañas que, aunque ahora nos puedan parecer absurdas, entonces eran celebradas como auténticas epopeyas. Porque en aquellos días solo teníamos nuestra imaginación y una traviesa autonomía para llenar las horas con cualquier juego que se nos ocurriera. Y la bici ensanchó esa libertad hasta lugares que entonces nos parecían remotos, nos permitió explorar el mundo más allá del pueblo y viajar por los caminos como aquellos vaqueros que veíamos en las películas del Oeste, como quién se fuga de lo cotidiano en busca de nuevos horizontes y a lomos de su caballo de hierro.

👉 Continúa en la entrega XIV: el Ciudadano Ramón

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