Madrugar, la clave para poder pasear por La Feriona de Villablino el 12 de octubre sin agobios

Avenida de El Bierzo de Villablino a primera hora para ver La Feriona con desahogo en Villablino.

Luis Álvarez

Esperé a que despuntase el sol en Villablino, buscando una sensación cálida en la fresca mañana vestida con ropajes de niebla baja, que cubrían las aguas del embalse de Las Rozas, los cursos de los ríos y se pegaba a las laderas de las montañas del sur.

Hay que tener en cuenta que el sol en Villablino retrasa su aparición en el cielo, no por pereza, si no por la obligación de alcanzar la suficiente altura para superar el circulo montañoso que rodea al valle, que limita y acerca el horizonte de visión, la misma razón por la que al atardecer se adelanta el ocaso.

Salir a primera hora es importante un día como el de La Feriona, si pretendes ver con una cierta tranquilidad, amplitud y desahogo, lo que se ofrece en la multitud de puestos que se despliegan por parte de las calles de la localidad.

La avenida de El Bierzo, que da acceso al mercado de ganados estaba aún poco concurrida, y el paseo para ver y hacer fotos fue cómodo y fácil. Pude ver, que uno de los vendedores ofrecía el producto que yo buscaba y al comprobar que disponía de abundantes existencias, decidí dejar su adquisición para el regreso.

En el mercado de ganados escasez de animales, apenas medio centenar de reses de vacuno, de las que la mitad correspondían a una ganadería foránea, en concreto de Fornela, y la otra mitad eran jóvenes terneros y erales, destinados a carne para arcones congeladores. Cuatro ejemplares de equino, dos caballos y dos burros, una decena de aves y otros tantos perros mastines, de los criadores locales como muestrario de sus existencias.

Era un buen momento para tomar un café, después de ver a los animales y hacer algunas fotografías para tener constancia física de lo visto. Sentado, mientras degustaba la sabrosa infusión pensé que, quizá en 1904 el primer año que se celebró la feria del 12 de octubre, por un acuerdo del ayuntamiento de cuatro meses antes; seguramente habría más animales que 118 años después.

El objetivo de su creación era promover y facilitar el comercio de uno de los elementos de mayor riqueza del municipio por aquel entonces, el ganado. Algo más de un siglo después, los hechos confirman el dicho famoso de la canción popular que cantaba don Hilarión en La verbena de La Paloma, “los tiempos cambian que es una barbaridad”.

Como aún era temprano, poco más de las diez y media, decidí acercarme hasta el puente del viejo ferrocarril de MSP que cruza sobre el río de Caboalles en la cola del embalse de Las Rozas. Para ver los trabajos de construcción de la gran escollera, que se construía para proteger y reforzar uno de sus pilares, que había sufrido daños el pasado invierno.

Al llegar al parque de Las Rozas, pude ver cómo los restos de la niebla matinal se escurrían lentamente aguas abajo, por el escobio de Villarino. Mientras otros retrocedían pegados sobre el curso del río hacia el valle de Caboalles y cómo algunas guedejas blancas se seguían aferrando a las laderas de las montañas.

Espacio de silencio y tranquilidad propicio para ensoñaciones

Dos centenares de metros más abajo, comprobé como los trabajos de construcción de la escollera ya estaban finalizados, hice varias fotos y me cautivó la calma, la luz y los colores del entorno. El espacio de silencio, solo roto por el canto de varios pájaros, el rumor del agua y un tenue susurro de la brisa entre los árboles, que provocaba la caída casi a cuentagotas de las amarilladas hojas de los chopos.

Esas hojas esparcidas por el suelo me hicieron recordar unos versos escritos hace muchos años por un camarada de la mili, de apellido Vallecillo, a las que otro compañero de milicia, de nombre Carlos, les dibujó encima una hermosa alameda alfombrada de hojas que decían así: “otoño gris de mis días/ que con tus hojas cubres/ la alameda de mi soledad”.

Todo, el otoño, el ambiente, los recuerdos, el aire de romanticismo bucólico del instante y la soledad, fueron causas naturales suficientes para provocarme una ensoñación, mientras contemplaba los últimos retazos de niebla que se resistían a retirarse.

Pensé que, de madrugada una gigantesca dama, de blanca y larga melena, había derramado y esparcido su cabellera sobre el valle. Con la finalidad de al irla retirando lentamente después, para que los valles y las laderas de los montes fuesen sus aliadas para atusar y peinar su pálido cabello, con sus cepillos de pelos arbolados.

Y aún pude contemplar como la ladera de Matalachana (monte), deshacía los enredos de los últimos cabellos de la dama antes de desparecer y dejar una clara y colorida imagen del bosque que la cubre. Al que los rayos de este sol bajo de otoño, con su luminosidad especial, le provoca destellos brillantes en el enramado, con sombras y contrastes cambiantes casi a cada instante.

El reloj me sacó del ensueño, eran ya las once pasadas y si no quería que me pillase el barullo de gente en el mercado debía regresar ya. Y comencé a alejarme del lugar y del ensueño.

El regreso a la realidad

Al salir del parque pensé, que para ver otras cosas sería mejor regresar por un camino diferente. Por lo que crucé las vías del viejo FFCC a la altura de la ruinosa caseta del apeadero San Miguel-Villager, cuya inscripción aún se puede leer, para acercarme hasta Piedras Agudas, paraje en el que se asienta el cementerio de Villablino.

Me sorprendió ver la explanada frontal del cementerio llena de coches y cómo seguían llegando de continuo. Decidí entrar en el camposanto para corroborar que estaba despierto y no seguía soñando. Ciertamente pude comprobar que en el interior no había ni una sola persona, por lo que el día era el adecuado, no estábamos en Los Santos, que es las únicas veces en que había visto tanto coche por esta parte apartada del pueblo.

Buscar un lugar para aparcar, se traduce en difícil tarea los 12 de octubre en Villablino a partir del mediodía. Toda la calle estaba llena de vehículos a ambos lados, los 300 metros hasta la rotonda de la carreta general.

A partir de la rotonda, de otra vez por la avenida de El Bierzo. El espacio central de la calzada que no ocupaban los tenderetes estaba ya abarrotado de gente que circulaba en ambas direcciones. Hice mi compra aplazada y me sumé a la riada que fluía hacia Cuatro Caminos.

Al principio el discurrir era lento pero continuo, las practicas del aprendizaje colectivo hacía que ambas corrientes humanas circulasen por su derecha. De pronto comenzaron los parones y los tapones. En ocasiones porque algunos desatienden esa práctica colectiva y circulan por el lado contrario. Otras veces porque el encuentro entre las gentes hace que se detengan en el medio para saludarse o hablar.

Son los inconvenientes de atender a este instinto ancestral que tenemos por estos eventos masivos, de contacto físico y de sacar el espíritu de buhoneros y comerciantes tan arraigado en la raza humana. El caso es que recorrer los apenas 500 metros de este trayecto me ocupó casi veinte minutos, sin ningún objetivo de parada y solo con ojeadas a uno y otro lado del recorrido, para ver cómo la gente buscaba y comerciaba y las mesas de las pulpeiras comenzaba a tener sus primeros ocupantes.

Tenía intención de subir un tramo de la avenida de Constantino Gancedo hasta el polideportivo o Las Malvinas, pero el ver cómo estaba la calle llena de gente, me desanimó y decidí dejarlo para el año próximo. Ya había sido suficiente la carga de emociones, sentimientos, contrastes y también un poco de agobio.

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