Las fallidas intentonas de la Primera Guerra Carlista para arrebatar la provincia de León a los liberales

El carlismo leonés gozó de un amplio respaldo entre los acomodados de la capital y el sector agrario.

Hace casi dos siglos, y poco más de veinte años después de la Guerra de la Independencia, los carlistas volvieron a hacer sonar los fusiles en la provincia de León.

Fueron los carlistas leoneses, capitaneados por el combativo obispo Abarca, los que efectuaron algunas incursiones armadas en la provincia para desbancar el que creían tambaleante sistema liberal. El núcleo carlista de la capital había apoyado, junto a gran parte del campesinado leonés, un modelo de Estado reaccionario, conservador y católico, en contra de la Constitución y el parlamentarismo. La expedición del general Gómez por estas tierras en 1836 fue un buen ejemplo de la lucha entre ambos bandos, en medio de la Primera Guerra Carlista.

Decía Gregorio Peces-Barba –uno de los padres de la Constitución de 1978– que la ideología basada en la violencia eleva el concepto de enemigo al altar de lo que resulta necesario abatir. En el odio al contrario el centro lo ocupa el enemigo, no el hombre, ni tan siquiera el antagónico. Hoy muchos observan que se vive esa violencia, como hace dos siglos, porque la historia involuciona a veces a marchas forzadas, cuando el instinto y las vísceras sustituyen a la razón. Extremismo, belicismo, intransigencia, radicalización, ausencia de empatía, visceralidad frente a concordia. Hace dos siglos, aquí en León, como en otros lugares de España, se vivió un ambiente de violencia, una guerra civil, dos bandos, dos ideologías, dos enemigos, dos… 

En los últimos años del reinado de Fernando VII (1814-1833) España se rompió en dos mitades. No había sido la primera vez, pero sí fue una de las más abominables. Agua y aceite. Pugna ideológica hasta terminar librando tres guerras civiles. En suma, más de quince años de armas, muerte y desolación. La lucha política se ejercía sin cuartel –similar a la de ahora– pero con armas de verdad: blancas y de pistón, con pólvora y mecha. El carlismo, una ideología ultraconservadora, articuló su credo en aquel contexto, bajo la unión sagrada del Trono y el Altar, al que se sumaría el foralismo vasco-navarro, la restauración de la ley Sálica y los privilegios de la sociedad estamental. Su protagonista, el príncipe Carlos María, que no dudó en provocar una guerra para conseguir un trono.

Una litografía de León en el siglo XIX.

Dice Carmelo de Lucas, minucioso explorador de todas las pugnas que existieron en el siglo XIX leonés, que las guerras carlistas se vivieron aquí con intensidad, un exponente de vehemencia y desgarro sociales. León era paso obligado para ir del norte al sur, además de nexo con Galicia, por eso ambos bandos (liberales, también llamados cristinos, y carlistas) usaron esta provincia para aprovisionar sus tropas. León siempre fue lugar de paso. Aquel conflicto empezó cuando el obispo de León, Joaquín Abarca, animó a los voluntarios carlistas a tomar las armas, en enero de 1833, en tiempos del peor rey de los últimos siglos, el felón Fernando VII. En aquel episodio, los secuaces de Abarca acabaron fracasando frente a las tropas reales y se tuvieron que refugiar en Portugal. 

Multitud de incursiones carlistas

En León no hubo escenarios bélicos prolongados en el tiempo, pero sí multitud de incursiones carlistas tratando de extender sus dominios. Al morir aquel nefasto rey, la lucha entre liberales y carlistas se cobró una nueva afrenta: el trono de España, dos candidatos, tío y sobrina, Carlos María Isidro y la niña Isabel. Esta provincia tuvo partidas atacantes por el norte desde Asturias (zona del Curueño, Cistierna y Riaño) y partidas por el sur, con cabecillas de grupo como el cura Merino y Anastasio.

Aquella guerra tuvo de todo, hasta expediciones de tropas por el territorio. La primera la protagonizó el general Gómez, carlista que recorrió con su ejército la península ibérica de arriba abajo, para exhibir su fuerza y captar, de paso, nuevos voluntarios. Gómez recorrió la montaña leonesa como el que se pasea por su finca. Le perseguía a uña de caballo el liberal Espartero, pero tardó en darle alcance. Los secuaces de Gómez entraron en la capital leonesa, jaleados por los carlistas que vivía intramuros. León no tenía una guarnición fija y sus autoridades, liberales y débiles, abandonaron la ciudad, mientras Gómez asentó cuartel aquí varios días.

Abarca, el obispo belicoso

¿Qué querían los carlistas? Los vascos y navarros Dios, Patria y Ley Vieja. Los demás Dios, Patria y Rey. O sea, un catolicismo intransigente, una España absolutista y un rey distinto al que ocupaba el trono de Madrid, que era una niña de pocos años y su madre regente. En León esta ideología retrógrada la expandió el obispo Abarca, consejero real de Fernando VII y protegido del poderoso Calomarde. Abarca había estado ya metido en varias conspiraciones antiliberales y ahora propiciaba la sublevación de León. No se trató de un simple altercado o una escaramuza sin consecuencias: fue un levantamiento en toda regla contra la corona y los liberales que la sostenían.

Apoyaron al expeditivo obispo el cabildo de la Catedral, sectores acomodados de la ciudad y voluntarios realistas de toda la provincia, especialmente de zonas rurales, que eran la mayoría. Y se hicieron con la capital. El propio obispo pasó revista a las tropas y arengó con brío a sus acólitos. Los leoneses que prestaron oídos al prelado eran partidarios de una teocracia contrarrevolucionaria, porque para ellos el liberalismo que surgió en Cádiz –aunque ya fuera su versión más moderada– era como la peste bubónica: voto, constitución, parlamentarismo, libertades y una escandalosa división de poderes.

Joaquín, Abarca, obispo de León y líder indiscutible del carlismo en esta provincia.

La satrapía de Abarca no duró mucho y los liberales pudieron entrar en la ciudad, provocando que el obispo y sus seguidores huyeran a Portugal a través de Chaves, para incorporarse a la corte carlista en el exilio, que por aquellas estaba en el país vecino. Abarca era muy apasionado en sus ideales, pero poco eficiente en temas estratégicos. Eso sí, estuvo siempre al lado de Carlos María, ocupando las competencias ministeriales de Gracia y Justicia. Se exilio con el candidato real a Francia al final de la guerra y murió en Turín. Nunca regresó a esta tierra.

La revuelta de Abarca dejó conmocionado a León; dividido por la pugna, tanto en la capital como en las zonas rurales, especialmente en la montaña. El espíritu guerracivilista se extendió por la faz de la provincia y del país entero.

Gómez se pasea por la provincia

El general Gómez, en el episodio de su famosa expedición, penetró en la provincia leonesa a través de Guardo, para seguir avanzando por Riaño. Era julio de 1836 y trataba de continuar hacia Asturias, a través del puerto de Tarna. Le perseguía desde que salió del País Vasco el general mejor preparado de los liberales, Baldomero Espartero. Ambos ejércitos lucharon, pero Gómez consiguió pasar hacia Asturias y luego pasearse por Galicia. Volvió a entrar en León por Leitariegos, dirigiéndose a la capital a través de Murias de Paredes y Riello. El 2 de agosto, Gómez entraba en la ciudad de León, hecho que volvió a provocar que las autoridades –entre las que estaba Patricio de Azcárate– se retiraran hacia la zona de Valencia de Don Juan, a la espera de que Espartero le diera de nuevo alcance. Dos días permaneció Gómez en León, agasajado por sus partidarios. Incluso le dio tiempo a escribir bandos públicos, exhortando a los leoneses a que defendieran la unión del trono y el altar. En la capital requisaron víveres, armas, pertrechos y 200 voluntarios para engrosar su ejército.

Carlistas y liberales acudieron a la guerra para dirimir sus abismales diferencias

El 7 de agosto de 1836 Espartero llegó a Guardo, pero Gómez ya había partido para Riaño, aunque en los parajes de Siero de la Reina el liberal pudo avistar la retaguardia del ejército carlista. El enfrentamiento estaba cerca. Espartero cayó sobre su enemigo al día siguiente, en Éscaro y La Puerta, cortando el paso de Gómez hacia Asturias. Algunos diarios han llegado a afirmar que ambos generales se encontraron y pelearon cara a cara, decantándose la batalla en una victoria de Espartero. Hubo más enfrentamientos en Burón, Tarna y Sajambre, y los carlistas sufrieron mermas importantes de vidas y armas, además de perder el botín requisado en Galicia y León. Aquel fue el mayor descalabro carlista en los últimos seis meses. En Éscaro había caído la mayoría de los voluntarios leoneses recién incorporados al bando de Gómez, seguramente fogosos pero inexpertos. En Éscaro, el gran derrotado fue el carlismo leonés, lo que supuso el declive de Abarca, el descenso de sus apoyos y una Iglesia que retrocedió ante el fragor bélico.

Reagrupados los carlistas, abandonaron León camino de Potes. Pero sus partidas, con sus cabecillas al frente, siguieron haciendo incursiones en Murias, Sahagún, comarca de la Reina, La Vecilla, Cistierna, Valderrueda. Por el sur saquearon Toral de Los Guzmanes y otros pueblos del Esla.

Guerrear primero, después hacer política

Desde el primer momento, los carlistas apostaron por el levantamiento militar, luego por otras soluciones relacionadas con su debilidad, no con su cerrazón. Sus gritos de guerra aspiraban a convencer por la fuerza. El campo leonés se apuntó al carlismo porque no quería cambios liberales ni nuevos impuestos. Les faltó pedagogía a los isabelinos.

En 1838 se enfrentaron de nuevo los dos bandos en Mayorga de Campos. Los carlistas perdieron vidas humanas y materiales y se retiraron hacia Galleguillos y Arenillas de Campos. Ese mismo año, Espartero exterminaría las tropas de Negri, el último en intentar una nueva toma carlista de la ciudad de León.

Al año siguiente, Espartero propició un acuerdo con el general Maroto, un militar odiado por Abarca. Espartero y Maroto rubricaron una paz con el Abrazo de Vergara, en una postura de escorzo que pasará a la historia, pues ninguno de los dos se bajó del caballo. En León se celebró el acuerdo con fiesta para todos, incluso hubo corrida de toros en la Plaza Mayor. 

El general Espartero luchó en tierras leonesas contra los carlistas.

La intransigencia y el conflicto dinástico entre las dos líneas sucesoras de Fernando provocaron dos guerras más y varios alzamientos. La última terminó en 1876, pero el carlismo no se extinguió, aunque los perdedores cruzaron la frontera y disolvieron su ejército. Por no triunfar, no triunfó ni una boda real entre Isabel II y el candidato carlista, pese a que desde Madrid se vio el compromiso con buenos ojos.

El carlismo, enemigo del parlamentarismo y de las urnas, acabó por entrar en el juego político electoral. Surgió así el Partido Carlista, que apenas alteró el montaje político ideado por Cánovas, un sistema que, a trompicones, sobrevivió hasta 1923. Por su parte, la fracción carlista llegó con aire decadente a la Segunda República, pero cobró vigor como apoyo ideológico, social y militar al bando sublevado que se echó a la calle en 1936.

Aquella fue otra guerra –la más cruel–, aunque esta vez el carlismo quedó bien sujeto bajo la bota del general Franco.

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