El pendenciero Obispo Acuña, el líder comunero al que Zamora le impidió el paso cerrando sus murallas
Los mitos de aquellos humildes que se levantan contra su señor son una de las especialidades de los cantares de gesta castellanos, y la actual visión de la Guerra de las Comunidades está muy imbuida de este espíritu. Más si además la administración autonómica ha financiado durante cuarenta años la fiesta de Villalar, que celebra, irónicamente, el 23 de abril la Batalla de Villalar, que no fue más que una vergonzosa escaramuza en la que fueron derrotados estrepitosamente los comuneros.
El problema es que cuando se confronta con los verdaderos hechos históricos –como ocurre con el Cid, que no era un pobre infanzón de Castilla sino un noblaco de alta alcurnia asturleonesa que se casó con la prima del monarca leonés y que él mismo fue abuelo de reyes–, todas esas historias legendarias se desmontan por completo. Una de ellas es la de la Zamora comunera, que no fue tal, ya que la provincia leonesa (que no castellana) sufrió lo que las demás:, una fortísima división –que, en una expresión presentista, pero que explica muy bien lo que ocurrió–, derivó en una situación muy similar al del procés catalán provocada en aquella zona del Reino de León por una polémica figura: el Obispo Acuña. El prelado comunero que los juglares de la izquierda castellanista han convertido en “un santo laico de una Zamora tan comunera que descuella en la revolución por primera vez en su historia”. Cuando en realidad la ciudad amurallada del Duero venía de largo opuesta a él, le cerró las puertas y el mismo Acuña la asedió sin éxito.
Antonio de Acuña es otro mito vacío castellanista, porque el personaje en los hechos históricos muestra que no era más que un potentado peligroso, un envidioso y ambicioso fanático, artero, cruel y vengativo. Y Zamora no es tan comunera como dicen si no dejó entrar a uno de los líderes que pretendían ser capitán general de los Comuneros disputándoselo a Pedro Girón y Velasco.
En esos anales de la historia de Castilla –tan dados al adorno romántico, al relato épico y al oportunismo político– pocas figuras han sido tan distorsionadas como la de Antonio de Acuña, un “militar a caballo con sotana, clérigo con sable, azote de nobles y saqueador de iglesias”. Y hasta 'el Lenin de Castilla' como ha publicado algún informático venido a pseudohistoriador de rayos y semillas.
Y sin embargo, ahí lo tienen algunos, aún hoy, casi beatificado por la propaganda institucional. Convertido en símbolo de una revolución que ni fue tan popular ni tan limpia ni tan Moderna. Sobre todo porque la revuelta de las Germanías comenzó un año antes, en 1519, y la de los Irmandiños en la segunda mitad del siglo XV ya se podría calificar como de la Edad Moderna.
Este Acuña, que mal pudo ser como el famoso líder supremo de la Revolución Soviética de 1918 siendo religioso, obispo por la fuerza, apoyo firme de Felipe el Hermoso y luego parte del Partido Fernandino como familiar de los Guzmanes, y buscando a toda costa y como fuera ser Arzobispo de Toledo. En realidad, fue mucho más un problema que una solución. Y más para los suyos, ya que se convirtió en un cruel asolador de territorios con muchos muertos de campesinos, mujeres y niños a sus espaldas; tan radical que terminó dividiendo a los líderes de las Comunidades de tal forma... que los más cruciales se pasaron al bando realista para conseguir el perdón del Emperador.
Un obispo hijo de un... ¿Obispo?
Hijo del obispo de Burgos (ahí es nada), Luis Vázquez de Acuña y Osorio –personaje de rancio abolengo de la familia de los condes de Carrión y los de Valencia de Don Juan y secretario del rey Enrique II, cuya madre era una Manuel, familia real al ser nieta de don Juan Manuel (hijo de Alfonso X y nieto a su vez de Fernando III de León y I de Castilla), cuya biografía es de alta alcurnia como se puede leer en el enlace anterior–, el joven Antonio de Acuña, se curtió pronto en la liturgia... pero mucho más en las intrigas.
Antonio Osorio de Acuña, que es como se llamaba en realidad, era no sólo un Osorio, sino también un Guzmán. Una de las facciones fernandinas que se levantaron contra Carlos I de España porque eran los ayos de su hermano Fernando el que creían que iba a ser el monarca, con lo que era familiar también del comunero leonés Ramiro Núñez de Guzmán al ser hijo de Aldonza de Guzmán. Y hermano a su vez de Diego de Osorio, casualmente uno de los realistas más destacados de la Guerra de las Comunidades, del que fray Antonio de Guevara (consejero del emperador Carlos que abogó por más clemencia con los comuneros) decía que era “un dechado de virtudes, casi sin creerse que pudiera compartir sangre con el 'bullicioso prelado' como llamaba al rebelde”, según el historiador Arturo Rodríguez López-Abadía. La tía carnal de los dos era la popular dama palentina Inés de Osorio, benefactora de la Catedral de Palencia. También, y esto es importante para su deriva comunera, era primo segundo de María Pacheco, hermana del marqués de Villena... y mujer de Juan de Padilla, el líder comunero de Toledo.
Otro personaje de los revueltos, era el cabecilla en Segovia, Juan Bravo de Lagunas y Mendoza, –que dicho así suena menos popular que Juan Bravo–, que era primo también de María Pacheco (y por tanto familiar también del Obispo Acuña).
Y los Maldonado de Salamanca, Pedro Maldonado y Pimentel, sobrino del conde de Benavente —Alonso Pimentel y Pacheco (primo carnal también de María Pacheco, por tanto segundo de Bravo y emparentado con los Velasco, los Acuña y muy relacionado con los Mendoza) al que le quemaron su castillo en Cigales los comuneros, que defendía... Juan de Acuña (su primo, hermano del conde de Valencia de Don Juan, y familiar del obispo rebede), lo que indica que todos estaban relacionados y que la Guerra de las Comunidades tuvo más que ver más bien con disputas familiares nobles por el poder que por la defensa de las clases más bajas– y su primo, Francisco Maldonado (el que terminó ajusticiado en lugar de su primo en Villalar, cuya madre se llamaba María de Mendoza y era hija del conde de Monteagudo, por lo tanto, sobrina del gran cardenal Mendoza, de modo que, por parte materna, era primo de María Pacheco, la mujer de Padilla) que vivía... en la famosísima Casa de las Conchas; así que tan humilde y del pueblo no era precisamente.
La toma a la fuerza de la diócesis zamorana
El ambicioso joven que luego fuera insidioso rebelde eclesiástico, a los 30 años ya era arcediano de Valpuesta, y poco después se instaló en Roma a cultivar influencias. Pero es excomulgado por su personalidad conflictiva. Eso sí, tenía mano un padrino, ya que fue perdonado y al volver a España fue nombrado capellán de los Reyes Católicos pese a la oposición de su mismo padre. En 1493 varios escándalos sacudieron a Acuña debido a su patrimonio personal, conseguido con una cuestionable legitimidad“ –y en la época tuvo una hija con una mujer casada– pero consiguió ser embajador en Francia y Navarra.
Cuando murió Isabel la Católica, no tardó en alinearse con Felipe el Hermoso frente a Fernando el Católico. Acuña nunca tuvo reparos en cambiar de chaqueta si eso lea abría las puertas del poder. En 1505 logró ser nombrado embajador en Roma. Allí, entre incienso y pasillos curiales, maniobró para obtener el obispado de Zamora. Pero como no era hombre de rezar esperando –porque el mismo rey católico y el Consejo Real se opusieron al nombramiento–, en 1507 tomó la diócesis por la fuerza. Lo primero que hizo fue tomar el castillo de Fermoselle, lo que provocó que se enviara a controlar la situación al juez Rodrigo Ronquillo y Briceño, conocido en la historia como el alcalde Ronquillo.
Acuña invadió con gente de armas el obispado ayudado por sus parientes el conde de Benavente y el marqués de Astorga (casi nadie) y se hizo fuerte en la iglesia de Fuentesaúco. Se mandó contra él a Ronquillo, que nada pudo hacer con las escasas tropas que llevaba y fue hecho prisionero por el obispo, secuestrado y encerrado en el castillo de Fermoselle. Allí comenzaría una enemistad eterna que en un futuro tendrá vital (o más bien mortal) importancia.
Así, ni corto ni perezoso, el obispo a la fuerza ya mostraba que prefería usar las armas antes que la prédica. Desde entonces y durante años, mantuvo un constante pulso con el Regimiento de Zamora, robándole predios y asaltando almacenes reclamando que eran de propiedad diocesana, por lo que la ciudad le nombró persona non grata.
El propio Fernando el Católico, pragmático hasta la médula, terminó reconciliándose con él, y hasta le usó como emisario diplomático en Bearn durante la conquista de Navarra. Pero cuando Carlos I desembarcó en España, Acuña intentó posicionarse de nuevo, escribiendo a Guillermo de Croy –uno de los favoritos del rey– para solicitar volver a Roma. Esta vez fracasó, y se la guardaría al arzobispo de Toledo. Pero de alguna forma consiguió ser propuesto como comisario general de la Armada contra el turco que se había de embarcar en Cartagena... aunque nunca llegó a tomar posesión porque el rey y el cardenal Adriano de Utrech, su consejero y también regente en su ausencia, dilataron en el tiempo su nombramiento hasta que desesperó.
Y como tantas veces ocurre con los fracasados con ambición, y con más filosofía bélica que diplomática, lo siguiente fue alzarse para conseguir lo que quería a toda costa. Y ahora ya no sólo por lo del mando en las galeras mediterráneas sino el puesto del que le impidió volver a Roma: el arzobispado toledano.
Zamora niega la entrada al prelado comunero
En el verano de 1520, al estallar el levantamiento comunero, Acuña residía en Toro, no en la ciudad de Zamora, con la que se llevaba a matar. Cuando se enteró de que las tropas reales habían incendiado Medina del Campo, no lo dudó: se puso al frente de los sublevados y saqueó sin remordimientos la casa del regidor Pedro de Bazán, vizconde de Palacios de la Valduerna, leal al capitán general realista Antonio de Fonseca. Era el principio de su carrera revolucionaria, no tanto por ideología como por pura revancha.
Zamora, que hoy se revindica en la propaganda de los partidos y organizaciones de izquierda castellana que celebran Villalar como “ciudad comunera” –ya que según algunos historiadores castellanistas habría sido ejemplo de civismo foral y legalismo de las Comunidades– se convirtió en objeto de disputa.
¿Comunera? Nada más lejos. Se convirtió en un avispero como ocurrió en León –en la que la algarada comunera arruinó la procesión de Jueves Santo en Semana Santa, y nunca llegaron a controlar las murallas siendo apalizados nada más salir de la ciudad–, pero el 25 de agosto de 1520 se negó a dar paso al Obispo Acuña. El Regimiento de Zamora, enfrentado fortísimamente a él desde hacía 14 años por sus abusos, le cerró las puertas de la ciudad y éste la sitió... sin éxito.
Zamora no es la ciudad comunera que venden hoy. En realidad fue una plaza de disputas, sobornos, y traiciones con las que, finalmente, Acuña consiguió su único éxito en ella: que el conde de Alba de Liste, adalid realista refugiado en ella, la abandonara por precaución ante graves amenazas de muerte.
En la actualidad la historia comunera promocionada con millones de euros durante cuarenta años por la Junta de Castilla y León dice todo lo contrario, porque conviene a los que mitifican Villalar. En Historia uno de los graves errores es el presentismo. ¿Un cura rebelado contra las autoridades? Una figura que maravilla a la izquierda castellana, tan ahíta de héroes (el Cid no les pega) y por eso lo han llegado a llamar el Lenin del siglo XVI. Pero un obispo de alta alcurnia con el deseo de ser el Arzobispo de Toledo, el Primado de España, que usó la fuerza para conseguir a toda costa su objetivo no parece ser el que definen. Un claro caso de espigueo sesgado (más conocido en la actualidad como Cherry Picking), que es una falacia de evidencia incompleta: escoger los datos que más convienen para crear un relato conveniente y adecuado a los intereses ideológicos.
Los 'curas arcabuceros'
Por lo que sí destaca Antonio de Acuña en la Revuelta de las Comunidades es por su grupo militar... de sacerdotes. Se propuso reclutar un ejército, y lo hizo... con curas. Sí, literalmente: trescientos sacerdotes zamoranos convertidos en milicianos, cien de ellos con armas de fuego y los demás con picas, creando una especie de compañía de los tercios a la eclesiástica. Algunos vieron en aquello un gesto mesiánico, otros una herejía bélica. Lo cierto es que esa imagen de sotanas, arcabuces y lanzas resume mejor que ninguna la esquizofrenia vivida en la Guerra de las Comunidades. Con esta fuerza armada se postuló como posible capitán general del ejército comunero, aunque finalmente, porque tampoco es que se fiaran de él (sobre todo por su hermano realista Diego de Osorio), aquel cargo recayó en Pedro Girón.
En Valladolid, donde se dejó ver mucho “con su caballo y su coselete”, a pesar de sus más de sesenta años, parecía más un Cid resucitado que un obispo. El cronista Sandoval, probablemente con más sorna que admiración, diría de él que “era un Roldán” con la sorna de señalar al derrotado en Roncesvalles, valiente pero orgulloso e indisciplinado.
Cuando Girón traicionó la causa –tras pasarse al bando realista– Acuña se retiró a Toro, su centro de operaciones. Pero pronto redobló su furia. Desde Valladolid, lanzó una terrible campaña por Tierra de Campos que algunos comparan con las Guerras Husitas, pero sin Biblia ni reforma. Saqueó Dueñas, incendió el castillo de Cordovilla en Palencia, desvalijó Frechilla y hasta desnudó a la Virgen en Magaz. Se comportó de manera vil y cruel, supuestamente contra los poderosos y a favor de los campesinos. Pero el cardenal Adriano de Utrech los llamó 'crímenes', aunque hoy otros lo hayan reciclado como “acción revolucionaria”. Pero a nadie se le escapa que el saqueo sistemático de iglesias por parte de un obispo tiene difícil defensa tanto entonces como hoy, salvo en los relatos de una Castilla mítica que busca símbolos donde no hay más que personajes furibundos.
El conflicto con su hermano y el Burgos realista
Tras sus razias por Tierra de Campos, el cruel obispo comunero se dirigió a apoyar la sublevación comunera en la ciudad de Burgos, que se había pasado al bando realista (por mucho que celebren los comuneros de hoy allí, la Cabeza de Castilla se mantuvo fiel al Emperador Carlos). Por entonces, el castillo de la ciudad estaba a cargo de su hermano Diego Álvarez Osorio. Acompañado por tropas de Padilla y el conde de Salvatierra, buscaban reincorporar la ciudad a la causa comunera, promoviendo un alzamiento popular previsto para el 23 de enero. Sin embargo, los simpatizantes burgaleses de la Comunidad adelantaron la revuelta de manera inesperada, siendo derrotados con facilidad por las tropas del condestable Velasco.
Aquello se produjo en las inmediaciones de la Casa del Cordón, que era a comienzos del siglo XVI el palacio de los condestables de Castilla. Durante la Guerra de las Comunidades, fue ocupada por Íñigo Fernández de Velasco, quien, junto al Almirante de Castilla, su primo Fadrique Enríquez de Velasco –y ambos familia de Pedro Girón y Velasco–, representaban la máxima autoridad del bando imperialista entre la nobleza castellana. En los alrededores de este palacio tuvo lugar la última algarada de los comuneros en Burgos el 21 de enero de 1521, adelantándose a las tropas de las Comunidades. Tras ser derrotados por los hombres del condestable y del otro Obispo Osorio (el hermano de Acuña), los comuneros ya no volverían a suponer una amenaza allí para los intereses de Carlos V.
Aun así el máximo consejero del Emperador, fray Antonio de Guevara, “obispo de Mondoñedo y uno de los grandes hombres sabios de su época, se cruzó varias misivas con el obispo Acuña instándole a que depusiera su actitud, que era impropia de un buen caballero, no digamos ya de un buen obispo”, recuerda López-Abadía, experto en la documentación que aún queda de la Guerra de las Comunidades. “Pero es que Acuña era un satanás y su hermano Diego Osorio era casi un serafín, como bien decía Gonzalo Fernández de Oviedo”, remarca el que fuera adjunto de dirección de la Casa-Museo de Cristóbal Colón en Valladolid.
El arzobispado de Toledo
Acuña, mientras tanto, soñaba con el arzobispado de Toledo. Cuando murió el cardenal de Croy, se plantó allí con sus tropas. El 29 de marzo de 1521, entró en la catedral en pleno oficio de tinieblas, y fue aclamado por el populacho como nuevo arzobispo.
“Mientras se iniciaba el oficio de tinieblas, a lo lejos se escuchó un murmullo de gente que iba en aumento. Las puertas de la Catedral fueron abiertas por una muchedumbre que llevaba casi en volandas a Acuña, pidiendo a gritos que fuera nombrado arzobispo de Toledo, sentando a éste en la silla arzobispal, sin poder oponer resistencia, los canónigos escaparon por donde pudieron, quedando el rezo de tinieblas interrumpido”, apunta su entrada de la Real Academia de la Historia.
Sentado a la fuerza en la cátedra toledana, símbolo de la cristiandad en España que había sido profanada, los canónigos que se opusieron a tamaña aberración tuvieron que escapar de la ciudad. Una situación de esas que sorprenden que entusiasmen en la actualidad a la izquierda, que ve un revolucionario a todo un aprovechado con mitra que quería desfilar bajo palio y que le besaran el anillo de cardenal primado de España.
“No cuadra precisamente todo esto con una revuelta 'por la libertad'. La mayoría de los líderes comuneros eran o baja nobleza o nobles de buena familia peleados con otros en sus territorios, que tenían intereses personales y querían ser ellos los que mandaran. Un 'quítate tú para ponerme yo' de libro. ¿Y además, en qué cabeza cabe defender a día de hoy que un obispo del siglo XVI, y encima a la fuerza como Acuña, era el líder de una revolución liberal o progresista?”, se pregunta atónito ante tamaño presentismo López-Abadía.
Prisión, intento de fuga con asesinato y muerte
Pero la derrota de Villalar el 23 de abril de 1521 arruinó sus planes. Acuña, ya visto con recelo incluso por los suyos, se enfrentó con María Pacheco. Y cuando el viento cambió, se esfumó: intentó huir a Francia, pero le detuvieron en Navarra. Carlos I, que no perdonaba, movió cielo y tierra para obtener permiso del Papa para juzgarlo. Pero mientras, preso en Simancas, el conspirador siguió a lo suyo y volvió a usar la violencia.
Así cuenta su final la Real Academia de la Historia: “La acción judicial se prosiguió hasta que, en febrero de 1526, Antonio de Acuña intentó huir de Simancas. Con la complicidad de una esclava y del capellán de Simancas, pudo hacerse con un puñal y una piedra que disimuló en una bolsa como si fuera su breviario. El 24 de febrero, mientras Acuña se hallaba conversando con el gobernador de Simancas, Mendo Noguerol, tomó de repente del brasero un puñado de cenizas ardientes y las lanzó a los ojos del carcelero, a continuación, le golpeó con la piedra y lo remató a puñaladas, y, cuando se disponía a abandonar su celda, apareció de improviso el hijo de Noguerol que dio enseguida la voz de alarma. Acuña perdió tiempo preparando la cuerda que le había de servir para deslizarse por el muro. Los guardias se precipitaron sobre él y lo detuvieron. Encarcelado otra vez, Acuña fue objeto de un nuevo proceso, que instruyó el alcalde Ronquillo, aquel mismo a quien había secuestrado hacía veinte años en Fermoselle y que durante su reclusión le tomó un gran odio. Cuando Carlos I se enteró, encargó a Ronquillo que juzgara al obispo. El proceso duró sólo dos días –el 22 de marzo, lo sometió a tormento– e inmediatamente el alcalde mandó que se le diera garrote el 23 de marzo de 1526 y luego colgó su cadáver de una almena del castillo”. A falta de Evangelio, Acuña usó violencia, y volvió a fallar.
Tras aquella barbaridad el emperador Carlos no esperó al permiso del Papa y ordenó su juicio rápido y ejecución, por lo que se vio excomulgado por ejecutar a un hombre de Iglesia. Pero pronto el pontífice máximo lo perdonó. También ayudó que en aquel momento el representante de Dios en Roma fuera Adriano VI, el de Utrech, que había sido su regente en España y que por ello había encabezado la lucha contra los comuneros. Ronquillo fue felicitado por Carlos I: “Lo que habéis fecho es lo que llevasteis mandado, que ha sido como vos lo sabéis hacer y habéis siempre hecho en las cosas que entendéis; yo os lo tengo en servicio”. “Pero la ejecución –comenta el historiador Joseph Pérez en la entrada de la Academia de la Historia– dio lugar a una fuerte discusión sobre la capacidad del poder laico para juzgar a los eclesiásticos; finalmente el obispo de Palencia Pedro Sarmiento absolvió al emperador de sus culpas en esta muerte y el 8 de septiembre de 1527 también concedió el perdón a Ronquillo, al escribano de la causa y al verdugo en una ceremonia de expiación”. Pero de lo que no se pudieron librar es de la leyenda negra durante siglos pese a cumplir estrictamente con las órdenes del Emperador Carlos.
Un personaje reconstruido al gusto de la izquierda castellana
Hoy algunos quieren ver en Acuña un precursor de las libertades, un rebelde con causa. Pero basta repasar los hechos para entender que fue un eclesiástico pendenciero, belicoso, fanático, súmamente ambicioso y oportunista, cuya vida resume como pocas el colapso de una época más que su transformación. Un revolucionario de folletín decimonónico.
Pasa lo mismo que con la Ley Perpetua de Ávila, supuesta constitución comunera que algunos elevan hoy a antecedente del parlamentarismo moderno cuando en realidad fue León en las Cortes de 1188 cuyos Decreta constituyen el antecedente de constitución medieval hispánica, basados en los Fueros de León de 1017 que dieron lugar al Derecho Foral en el Reino de León y en el de Castilla. Era una serie de peticiones que defendían precisamente esos derechos medievales, nada de legislación novedosa de la Edad Moderna que ni se aprobó ni se aplicó. Fue una declaración efímera y parcial, sin efecto real, que sin embargo sirve aún hoy para vender camisetas en Villalar.
Y con la imagen de Zamora como bastión de libertades cuando en realidad fue epicentro de discordias y enfrentamientos entre familias de poder, más preocupadas por el control de la ciudad que por los derechos del pueblo llano. Y enemiga acérrima del líder comunero de la zona.
¿Cómo es posible que un pieza así, Antonio Osorio de Acuña, un intrigante insidioso y artero, un hombre de alta alcurnia y un ambicioso de tal nivel sea considerado por la izquierda comunera como uno de los más humildes eclesiásticos que pasó a proteger a los más desfavorecidos de los malos señores? Cuestión de espigueo, de no ver más que lo que se quiere ver desde el siglo XIX cuando se inventaron una historia de la Guerra de las Comunidades para ensalzar el nacionalismo liberal; y que hace cincuenta años, tras la muerte de Franco, la izquierda castellanista lo elevó falsamente a mito y libertador de los desarrapados. Los datos de su biografía desmienten claramente todo eso.
¿Y lo del Lenin castellano? “La Guerra de las Comunidades es una revuelta a la que nadie hizo particular caso en trescientos años, y que ahora está envuelta en ideas que cada uno proyecta sobre los comuneros, algunas de ellas ciertamente coloridas, como ese que compara a Acuña con Lenin en vez de con Iznogud”, remacha con dureza Arturo Rodríguez López-Abadía. Por no decir que Zamora no es Castilla, aunque ciertamente él era burgalés.
Y sin embargo, ahí sigue: en discursos oficiales, en banderas pintadas, en libros escolares, en cómics, en documentales, en todos lados como un singular protector de los pobres y humildes campesinos y artesanos. Quizá porque cuando no hay héroes de verdad que coincidan con la visión perfecta ideológica, los que tienen dinero para escribir la Historia se conforman con los que hacen más ruido.
Y así justificar una Zamora comunera en la que, si bien las zonas que él controló a la fuerza lo fueron –muchas veces a su pesar debido a la gran división que había con lo de desobedecer al monarca–, su capital no quiso seguir al eclesiástico de alta alcurnia por pendenciero, traicionero y ambicioso a toda costa sin importarle ni Dios ni el Diablo. Y mucho menos el pueblo.