El cuerpo humano es un minucioso catálogo de horrores. Un infierno más o menos ambulante. Su funcionalidad proviene de una serie de estratos que la casualidad ha depositado a lo largo de millones de años en nuestro genoma con el cuidado de un herrero manco y ciego con párkinson. ¿Queremos, por motivos, conservar más fresquito el esperma –un grado, venga–?... pues lo llevamos fuera del cuerpo en un saco parecido en todo a unos cojones peludos. Pedazo de solución. Los dientes. Dentro. Que se caigan y vuelvan a salir, menos algunos que no hacen falta y crecen en horizontal. Para pudrir la comida que nos echamos al organismo vamos a digerirla mediante un tubo bien largo con pelillos también. Los de la cabeza pasan a las orejas y al culo al cabo de unos años. Para compensar. Bien de bacterias. Y virus. Que se lo curren. Nuestros ojos necesitan estar húmedos para ver porque se diseñaron para mirar dentro del agua, donde no distinguimos una mierda tampoco. Quiero decir que todos estos propósitos teleológicos –perdón por la batología– no resultan justificables. La naturaleza improvisa y no hay plan y... de ahí la reproducción sexual: la peor idea jamás concebida –y ejecutada, como en el ejemplo del escroto de antes–. ¿Qué tenía de malo la partenogénesis? Y de ahí también mi tesis de hoy: no hay demiurgo que desarrolle una especie autoconsciente para pasar el rato contemplando cómo dicha especie se la casca. La semana pasada con el pajaporte –que volvió a reinstaurar mi fe en el ingenio español, perdida después de que no fuéramos capaces de llamarle otra cosa al euro– y el satisfayer de Nocilla –que enfureció a los fachas porque la Nocilla es para niños y ellos van a dejar de tomar Nocilla aunque no sean niños porque en un anuncio sale una señorita con un chisme que igual se pone en el coño...– con estas dos picardías, repito, se demuestran asimismo dos principios: 1) que no hay Dios, ni mátrix ni Show de Truman ni nada y 2) que los chistes de pajas sobrevivirán a nuestra especie.