Resurgir

Escribir es 'sanador' para muchas personas.

Escribir es a veces una forma de purgarse. Y no escribir, a veces, también. Dejé esta columna a principios del verano porque tenía demasiado dolor encima para poder crear con la cautela que precisa una columna de opinión. Con la cabeza fría y el corazón contento: todo estaba al revés. Mi cabeza bullía como una pócima extraña y mi corazón estaba seco como tierra pisada.

A veces hace falta silencio, paz, procesar todo aquello que nos dañó, pensar qué aprendimos de las experiencias que nos dejaron en un estado de decaída y tragedia. Es cierto que de todo se aprende, pero no sé si es cierto que todo sana. Hay experiencias que nos dejan perdidos, sin nada a lo que aferrarnos. Hay cicatrices que quedan y marcan: es posible que yo aún escriba con dibujos tibios en el cuerpo pero ahora sí quiero hacerlo sintiéndolos ya como parte de mí.

Porque toca hacerse cargo de lo que una es: y sí, soy escritora. Y no es tan lindo como creen: es agotador, un fardo y una píldora mágica al mismo tiempo. Puedo huir de esa condición como un relámpago dándole la espalda al trueno pero la tormenta seguirá siendo lo que es y por eso mismo se acabarán alcanzando.

Así empieza el año como se inician las cosas que nos desarman y nos dejan vulnerables, y sin embargo, brillantes como un delfín elevándose sobre el mar: otra vez renovamos la esperanza de que esta serie numérica será mejor. Si no hay deseo, no hay motor. Si no hay motor, no hay movimiento. Si no hay movimiento, no hay nada. Iniciamos el camino con las armaduras tiradas en el suelo, la espalda menos pesada, las piernas queriendo buscar algún tipo de alas, las caderas anhelando fluidez como quien nada no para no ahogarse, sino para disfrutar del oleaje. Porque esta vez sí, tal vez, quién sabe, esta vez habrá una razón contundente para ser felices.

Y a medida que pasen los meses, los días, las noches y las mañanas, el frío, el calor, las lluvias y las nieblas del invierno, el sofoco del verano, las piscinas al atardecer y las hojas cubran la maleza del otoño, recordaremos otra vez, lo esencial que con tanta frecuencia olvidamos: que no se trata de perseguir nada fabuloso ni atrapar con los dedos desafíos imposibles. La vida consiste sobre todo en reconectar con lo que nos permite estar en calma: detectarlo, aislarlo como un metal precioso y guardarlo en un espacio mínimo, oscuro y secreto. Saber que no es un diamante, sino una piedra y que no nos importe porque ya no deseamos el prodigio de las luces cristalinas. Acariciar esa piedra cuando nadie nos ve y recordar por qué ese trozo de nada incluye, sin embargo, todo.

No hace falta saberse gigante ni competir con los monstruos que nos delatan: basta con buscar un deseo esquivo y convertirlo en el objetivo de cada despertar. Compartirlo, sacudirlo, correr tras él, perderlo de vista, volver a encontrarlo. Y sonreír.

Busquen la piedra en su bolsillo y, si no la encuentran, tal vez esté justo ahí donde les hace daño al caminar: no tiene una forma exacta ni es igual para todo el mundo. Sus colores, texturas y formas varían como los mejores prestidigitadores. Su originalidad consiste en permanecer, en ser, en sabernos vivos: en equilibrarnos entre el fardo y la píldora mágica. Y sonreír cada vez que nos moleste la suela del zapato porque justo en esa molestia está la clave que nos pone en movimiento: resurgir.  

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