A ver, no hay que confundir columna de verano con relato de verano. Ojo. Cuidao. La columna de verano habla de la infancia y la puta memoria, sí. Pero con cosas bonitas y deliciosas y términos como fresquitoopíparo, achicharrar o enjalbegado que huelen mucho a armario de sombras sin Polil. La columna de verano se suele titular Verano o En verano El rabo de las lagartijas y luego ya dentro el sensible autor pone canícula o estío. Resulta obligatoria la alabanza de guisos y señoras con mandil y menciones hídricas. Se contraponen estas beatífico-bucólicas experiencias con las prisas –se ignora qué urgencias atienden estos zánganos el resto del año– de la ciudad y las –tremendas– responsabilidades de la edad adulta. Todo ello se remoja en un momento dado. Importante. Bien. Esto se contrapone con el descarnado RELATO DE VERANO. Todos los relatos de verano –antes los periódicos incluían relatos de verano. Ahora no sé– vestían el mismo esquema, debía ser obligatorio. Este: 1) Descripción minuciosa de algún recuerdo antiguo –playero fluvial o montañoso– con mucha reverberación sofocada llena de sinestésicas sensaciones táctiles, auditivas y visuales de un niño –que imagino con enormes orejas– asistiendo a alguna 2) Humillación genésica o intelectiva en localización estival: pajar, granero, tómbola, caballitos, cala, ría, embarcadero o apartamento en multipropiedad que conduce ineluctablemente al 3) Sacrificio arbitrario de algún bicho: es abandonado el perro de la familia, se atropella al periquito, una tortuga es volteada, se tortura a un urogallo o lo que sea: pero tiene que quedar muy claro que, después de este feroz episodio, el mocoso ha quedado impregnado por entero –y ya para siempre– en crueldad y egoísmo hasta las –desaforadas– orejas. FIN. De todas formas, creo que la culpa de esta literatura a la plancha es de El extranjero de Camus y la errónea digestión –por estos autores– de sus playas, cisternas y deslumbradas calorinas. Por no hablar de Rulfo, el realismo mágico, –cocido en siestas a treinta y tres grados a la sombra– o de la iluminación inferida a esclarecidas cabezas anglosajonas por volcanes, sáharas o cualquier masa de agua, arena o canto rodado bajo el desnudo sol de otra latitud. Aquí, y por terminar con un regüeldo habitual y al parecer inevitable, dormimos con manta.