Cual real remedo: ¡Dios salve al pueblo de lo real!

Entierro de Isabel II de Inglaterra.

Vienen estas letras reflexivas a propósito del reciente fallecimiento de la reina Isabel II de Inglaterra. Todos podemos tener una imagen  de ella  fácil de recordar con capa de armiño y corona cargada de pedrería, ah, y el cetro. Orgullo y poder. Este último detectable por la reverenciosa obediencia, incluso de los mandatarios. El orgullo en el pueblo, se ha dicho que es notorio, y que hasta puede llegar a pesar más, y ya es decir, que el acumulado por la familia real desde el imperio hasta al momento actual.  

Algo se había empezado a romper, como familia dentro de una estricta realeza, cuando el heredero, hoy Carlos III, había roto moldes y normas haciendo saber que con él se acababan los impuestos entronques, puede que demasiado asumidos, esto es, los arreglos casamenteros  entre miembros de familias reales, al contraer matrimonio con Camila, ambos en segundas nupcias, aunque en este caso, ella tuviera pinceladas linajudas familiares. Habían sido amigos largo tiempo, y  pasaría a alcanzar la condición de reina consorte al fallecimiento de Isabel II, que hubo de aceptarlo en vida.

El fervor popular por  su reina, tal vez se pueda medir por las largas y pacientes filas en espera de poder pasar ante su cuerpo, dicen que para ofrecerla un último adiós. Pompas y vanidades en los organizadores, que parecía que no se iban a acabar nunca. Sorprendente cuando menos. Se me hace muy difícil de comprender y algo más de digerir, desde un punto de vista de preferencia republicana.

Por supuesto no critico, allá ellos, los que se consideren pueblo, tan solo ha sido un apunte de actualidad, que se ajusta a lo que necesitaba, más o menos, para colocar aquí, alguna consideraciones breves sobre nuestro pasado leonés, especialmente el  medieval, y la aparente afinidad que, a primera vista,  parecemos querer tomar con el recuerdo de episodios y efemérides, reyes, corona, territorio, pueblo.

El proceso autonómico y la imposición castellana, han sido un fuerte condicionante de ahí que de ese tiempo a esta parte los leoneses, entre otras cosas,  en plan defensivo vengamos haciendo rebullir un especial ímpetu en los recuerdos  y alusiones a “un pasado de dependencia real” (del poder real),  en el reino del  mismo nombre. Una pretensión se imponía,  llevar nuestra historia, a la exaltación y a ser posible con magnificencia, eso sí con arreglo a efemérides ciertas y ajuste a  la verdad de los hechos, generalmente.  

Los reyes leoneses como defensa

Nos veíamos impulsados a ello por la imperiosa necesidad de defender nuestro estatus de leoneses ante la larga intromisión castellana en la historia que compartimos, hubieron de sufrir nuestros antecesores, y ahora,  en momentos autonómicos, la facción castellana  se empeña en imponer o hacer prevalecer con maliciosas actuaciones políticas, aludiendo a uniones que nunca existieron que asemejan a pretendidos sometimientos, nunca a hermanamientos.

En el asunto inglés, algunos de los gestos del ya Carlos III, como el del tintero, ademán de soberbia muy difundido, se comparece en quien pretende vasallos, y los servidores, además de fieles, han de ser sumisos y unos águilas interpretando deseos. Por otra parte tal proceder real en quien es, no lo olvidemos, jefe de la Iglesia Anglicana, de protestante condición, y cuando menos de gran respeto al prójimo, no puede ser entendible; aunque sí compatible con la consideración de soberano. 

En este orden de cosas, o si se prefiere de profundis, diré que siempre me ha parecido que la titulación de santo, para mí más apelativo que por posesión  de cualidades que le adornaran como tal,  a Fernando III, hijo de Alfonso VIII de León promotor del parlamentarismo, es por lo que le  cito en estas líneas, como he dicho reflexivas. 

Puede que en tal santificación,  junto a lo aportado por la interesada  iglesia católica, largo y bien contado según intereses. Los panegiristas de ahora, en especial los políticos, no creo que se apoyen solo en “su labor de haber unido  dos reinos”, y sí en  que tenía fe a raudales según la iglesia de su momento (aunque al parecer también lo reconoce la Anglicana),  y se empleaba a fondo en el batallar con los infieles, los moros, a los que había que echar, con el empuje de las armas, esto es combatiéndolos a muerte. Y como dato final dicen que consagraba a Dios los éxitos de las sangrientas batallas ganadas  a los moros.

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