Cine

'Veredicto final': Lumet, Mamet, Newman y la dignidad

Fotograma de la película 'Veredicto final' protagonizada por Paul Newman.

“Nos han comprado para que hagamos la vista gorda. Nos han pagado para hacer la vista gorda. He venido a llevarme su dinero. Le he traído fotos para poder llevarme su dinero. Pero no puedo. No puedo aceptarlo. Porque si lo acepto estoy perdido. No sería más que un picapleitos. No puedo aceptarlo”. Esta frase de diálogo resume el proceso de redención personal que afronta Frank Galvin, un abogado vapuleado por los excesos que encuentra en este caso de negligencia médica la oportunidad de hacer justicia, de defender a los débiles frente a los poderosos y, por encima de todo, de encontrar también la salvación para sí mismo. “No hay más casos. Este es el caso”, repite más adelante. Porque para este hombre que vaga por la vida dando tumbos y autodestruyéndose con suicida obstinación, volver a luchar por los valores en los que siempre ha creído es recuperar la dignidad. Y de eso es de lo que nos hablan Mamet y Lumet en Veredicto final (1982), de dignidad.  

Basado en una novela de Barry Reed, el texto que escribe David Mamet para el cine está repleto de brillantes diálogos (y de esclarecedores silencios) que son los que terminan por articular la arquitectura del filme. Y lo consiguen porque la complejidad moral y la densidad argumental que esconden hacen avanzar la historia de forma meditadamente lenta, con largas secuencias que nos presentan a cada uno de los personajes con precisión teatral, y donde cada frase y cada gesto de los actores o de la cámara tiene un profundo sentido argumental. Estas secuencias, a veces conformadas por un único plano inmóvil, se encadenan a lo largo del metraje utilizando únicamente unos pocos escenarios: el despacho de Galvin, su apartamento, el bar que visita habitualmente, la sala donde se celebra el juicio… 

En ese contexto es donde Lumet demuestra una maravillosa solvencia para dibujar sobre la pantalla una puesta en escena sobria y elegante, casi invisible para el espectador, atrapando la acción dentro de encuadres sutilmente elocuentes. Todo está armado con la intención de que sean los personajes quienes centren la atención, sin movimientos bruscos de cámara y encontrando siempre el recurso más sencillo para que lo más importante, la historia, fluya con naturalidad. Así, Lumet alterna planos generales que nos sitúan en escena con otros, intencionadamente cercanos, que aprovechan al máximo la expresividad de los actores, especialmente la de un Paul Newman que realiza un trabajo rebosante de estilo.

Paul Newman es ese tipo que siempre aparece detrás de unos intensos ojos azules. Uno de los grandes y el más guapo de todos. Sólo recordar alguna de las películas en las que ha intervenido ya debería bastar para confirmarlo: Marcado por el odio (1956), La gata sobre el tejado de zinc (1958), El buscavidas (1961), La leyenda del indomable (1967), Dos hombres y un destino (1969), El golpe (1973), Camino a la perdición (2002)… 

En la primera escena de Veredicto final ya comprobamos por qué es uno de los mejores actores que ha dado el cine americano. Un plano medio enfoca a nuestro abogado mientras juega a una máquina de petacos, refugiado del frío y de la calle nevada que vemos a través de la ventana en la oscuridad de un bar. Fuma y bebe un trago de whisky mientras sigue jugando, y cuando lo hace su cansancio vital ya ha traspasado la pantalla. Sin palabras, la escena termina con un fundido en negro que se abre de nuevo para ver a Galvin mendigando un posible cliente en un funeral. Pero ahora todos somos ese abogado acabado y sentimos como propia la devastadora borrachera del principio, y nos echamos colirio y spray para el mal aliento de la misma forma patética que él, y amamos y nos sentimos traicionados como él, y creemos en su lucha. 

Paul Newman se apodera del personaje para renacerlo desde el alma, para incorporar a su caracterización infinidad de matices que revelan la decencia de este hombre, un héroe moral que ha tenido tiempo y arrestos para aprender de nuevo lo que es la lealtad de un amigo o la honestidad del deber cumplido. “Actúa como si tuvieras fe y la fe te será otorgada”, dice en su alegato final ante el jurado. Y su fe desesperada en la justicia le es recompensada. Cuando todo acaba se sienta en ese despacho en penumbra, pone los pies sobre la mesa y se desanuda la corbata. Y el sonido vacío y metálico de un teléfono se eleva inquietantemente sobre el silencio, incluso cuando ya ha renunciado a escucharlo. Porque la dignidad no sabe de traiciones.

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