Peregrinos

Estatua del Peregrino en la plaza de San Marcos, en el Camino de Santiago de León.

Si nos ceñimos a su significado original, un peregrino sería aquella persona que emprende una ruta hacia un lugar santo por devoción o para cumplir una promesa u objetivo personal. Pero en un sentido más amplio de la palabra, este peculiar viajero que se levanta cada mañana con el único afán de caminar el mundo es, sobre todo, alguien que ha decidido alejarse de sus rutinas diarias por un tiempo para abandonarse sobre los paisajes del camino, mientras emprende también un poderoso viaje interior. Porque el peregrino, despojado de las preocupaciones que ocupan su realidad cotidiana, es un ser liviano que descubre el maravilloso gozo de detener el tiempo y su mirada sobre lo diminuto, el detalle, lo trascendente.

El Camino de Santiago se ha erigido desde hace siglos, y especialmente en las últimas décadas, como una de las principales rutas de peregrinaje del cristianismo. El Camino Francés, el del Norte, el Primitivo, la Vía de la Plata, el Portugués, la Ruta de la Lana, el de Madrid… existen numerosos trazados que parten desde casi cualquier punto geográfico de la península (no es descabellado asegurar que todos podríamos comenzar nuestro camino desde la puerta de casa), para concluir de forma inexorable a los pies de la tumba del Apóstol Santiago en la catedral compostelana. Y la llegada siguiendo la Vía Láctea a esa rosa de piedra, a esa ciudad de calles empedradas y lluvia infinita, se ha convertido en un luminoso ritual para miles de peregrinos venidos de todo el mundo. 

Es un recorrido que podemos realizar en bicicleta, a caballo o caminando. Aunque es posiblemente de esta última manera, a pie, como más intensamente se puede vivir la experiencia. Caminar, el viaje en su condición más pura, la aventura cotidiana de extender tus pasos sobre la ruta, la naturaleza en todo su esplendor, el paisanaje y la charla distraída, la contemplación pausada, el disfrute gastronómico…

Esa serena lucidez que parece adornar al peregrino no es algo que podamos forzar o imponer de forma artificial, simplemente nos invade a los pocos días de emprender nuestro viaje, cuando el cuerpo adquiere cierto vigor físico y la mente se libera de asuntos más prosaicos. Por supuesto, hay tantos peregrinos como personas y cada uno vive la experiencia de forma particular; pero lo que sí podríamos asegurar es que el camino termina por sacar a la luz la mejor versión de uno mismo, que la persona que lo acaba no es la misma que lo empezó, que nos trasciende. Y si hay algo que une a todos aquellos que terminan el Camino de Santiago es esa sensación de liberación personal y de fraternidad con el mundo que deposita la aventura en el viajero.

Todos podemos ser peregrinos, no importa la edad, la condición física, el momento vital que estemos atravesando o la realidad personal de cada uno. Solo necesitamos pertrecharnos con un buen calzado y ropa adecuada, con cierta curiosidad infantil y un espíritu inasequible al desaliento, ligeros de peso y de cavilaciones. Podemos emprenderlo solos o acompañados, con la intención de cicatrizar heridas del alma o para tomar cierta perspectiva sobre nuestra vida; por el simple hecho de disfrutar de la naturaleza y ponerse en forma o buscando un espacio de recogimiento que nos acerque a Dios en unos casos, o a plantearnos el sentido de la vida en otros; para conocer gente de todo tipo y condición o para conocernos mejor a nosotros mismos; para impregnarnos de todo ese espectacular patrimonio histórico-artístico que encontramos en pueblos y ciudades o para recordar la belleza que cabe en un amanecer, en los frondosos bosques del norte o en los cielos horizontales de la meseta. Lo que es seguro es que una vez comenzado nuestro periplo pasaremos a formar parte durante unas semanas de esa inefable comunidad de peregrinos, de ese grupo de locos caminantes que solo parecen estar interesados en perseguir obstinadamente la invisible y sinuosa senda trazada por infinitas flechas amarillas hasta llegar a Compostela. 

Siempre se ha dicho que la felicidad no está en la meta, sino en el camino. Y es ahí, recorriendo veredas y atravesando parajes nuevos, donde el caminante cultiva el esfuerzo y la voluntad para seguir, donde vive momentos inolvidables con otros peregrinos, donde surgen la solidaridad y el compañerismo, donde nacen amistades y amores, donde se comparte lo material y lo emocional. La rutina del peregrino es esencial y enriquecedora: caminar durante el día sorteando dificultades y embelesándose con la ruta, despojado de todas esas cosas materiales que se descubren estériles y únicamente cargando con una pequeña mochila, para finalmente llegar al albergue y volver a descubrir la hermosa sencillez que reside en encontrar una buena ducha, una cama donde poder acostar nuestra fatiga, una cena caliente o una agradable conversación. 

Como para casi todo en la vida, también para ser peregrino y hacer el Camino de Santiago únicamente hay que dar un primer paso, el más importante y el más difícil, tomar la decisión. Lo demás tendrá que descubrirlo cada uno por sí mismo, mientras hace camino al andar.

👉 Sigue en la segunda parte

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