He asistido a una única muerte, he visto escasos cadáveres y solo he sido testigo de algunas peleas; protagonista de muy pocas. He disparado varias armas de fuego, he matado a algún animal, he visto cómo sacrificaban a más de la cuenta y Dios sabe que he devorado muchos. En más de medio siglo de existencia en un país como España no es la mía una historia especialmente violenta. Siempre he tenido la idea de que los periódicos e informativos son catálogos de raras excepciones y que en realidad vivimos en un mundo pacífico, socialmente amable y solidario en el que resulta normal que miles de millones de personas nos levantemos y nos vayamos a la cama sin contemplar ninguna atrocidad –en directo, me refiero–. El otro día esta convicción se tambaleó un tanto. Iba, como casi todas las mañanas, a la piscina. Según bajé de casa vi pasar un coche de la policía. A velocidad normal. Sin sirena, metralletas, lanzallamas ni nada. Pero con dos agentes armados dentro, claro. Pensé en que nos parece normal –incluso tranquilizador– ver a gente con armas de fuego cargadas que se pasea por ahí en vehículos de dos mil kilos. Qué cosas. Para llegar a la piscina paso por la plaza de toros de León. Un extraño –desde que le pusieron ese horrible gorro, más– edificio redondo especialmente construido para que individuos y bestias se jueguen la vida a arma blanca con gran efusión de sangre. Vale. Sigo caminando. En la esquina del Paseo del Parque empieza y se extiende un enorme cuartel de la Guardia Civil custodiado por números con rifles semiautomáticos. De cara al cruento anfiteatro está la oficina de Intervención de Armas y Explosivos. ¡Explosivos! Llego a mi club deportivo que se encuentra enfrente de la sede de la también armada Policía Local y a unos metros de la antigua cárcel y del igualmente violento y represivo Depósito Municipal de Vehículos de la maligna grúa. El nombre de mi club deportivo lleva un depredador –o venatorio– adjetivo y su circular logo consiste en… un escopetón con cuerno de caza. Joder. Hago mis estiramientos y columbretes sin tener que enfrentarme a la mafia rusa o que ataque el Viet Cong. Algo es algo. Al volver, –recordando que Kafka también fue a nadar el día que se declaró la Primera Guerra Mundial–, en la ya citada plaza de toros veo que están instalando un enorme cilindro. Un cañón. En serio. Resulta que pertenece a un espectáculo circense. El falso y gigante cañón propulsará al Increíble –mas inofensivo– Hombre Bala. Buuuuf…