El besapiés y la paz buscada

El Cristo de la Agonía, popularmente conocido como Cristo de los Balderas.

Su desconexión con el mundo exterior en nada se parecía al sueño, ni al letargo, se asemejaba más a un singular viaje por una desconocida arquitectura biológica cerebral, al pronto sin precisión en las imágenes, todo figurativo, predominaba un fulgurante rojo que progresaba al son de un repetido tac, tac, que pugnaba por acompasarse. ¡Acaso eran los latidos de su corazón!… pero le recordaban tambores procesionales.

No tenía noción del tiempo. Exento de fuerza, lo suyo era esperar. ¡Y menos mal que podía pensar! De pronto, ¡qué extraño!, todo tomo corporeidad, él, su entorno, ¡era la pantalla de su vida! Caminaba por la avenida del Padre Isla, vacilante, casi en solitario. Estaba anocheciendo. Un nerviosismo incontrolado le afligía.

No sabía muy bien cuál era la razón, de modo que, al ver en la distancia la iglesia de San Marcelo, parroquia y sede cofrade, todo pareció encajar, su condición de papón y la Cofradía de las Siete Palabras. Al ver cercano el objetivo surgieron emociones encontradas, recuerdos, imágenes confusas; su participación en unos hechos que tanto le habían perturbado, y que necesitaba descargar, vaciar de su conciencia, pues la cristiana condición pugnaba por colocarse sobre “su razón”.

En la plaza de Santo Domingo, sumida en una rara quietud ambiental, al pie de la casa de 'Goyo', aislado y confuso, posó con detenimiento la mirada en la iglesia. ¡Qué extraña! Su imagen, bien conocida, parecía distorsionarse como si la estuviera contemplando a través del ancho bisel de un vidrio que la alterara.

Al pronto lo hizo recaer sobre las gotas de incipiente lluvia que moteaban los cristales de sus gafas. Se animó con ello, aun cuando supusiera un mal presagio para el día siguiente: Viernes Santo, el día de la procesión.

Sin dejar de andar, empezó a limpiar con torpeza unas redondeadas lentes que en verdad desconocía. Cristales de miope que nunca había usado y hoy parecía necesitar. Ahora, en la corta distancia, la iglesia, cuyos componentes eran la piedra de sillería y el ladrillo rojo, tomaba la apariencia de una gran mitra. Eso sí, estilizada. La puerta de acceso, un pliegue en la base, le invitaba a entrar.

Y lo hizo. El interior, a pesar de estar sumido en tenue penumbra, no dudo en identificarlo con el que esperaba. San Marcelo, el santo centurión leonés. ¡Allí estaba! En el altar mayor. El templo vacío y silencioso, invitaba al recogimiento.

Con medidos pasos se encaminó a la nave derecha, su objetivo. Necesitaba postrarse a los pies del Santo Cristo de la Agonía, y meditar… ¡Una gran sorpresa le invadió! Por delante del Crucificado, en el suelo, ocupando un gran sillón apenas reconocible, veía sentado, con el brazo derecho extendido y señalándole con el índice, al Obispo diocesano, refulgente, revestido de pontifical…

Al lado derecho del prelado, en una gran urna que parecía estar a la espera de recibir el cuerpo del Crucificado, se podían ver hojas de papel plegadas irregularmente, flotando, en lluviosa caída electoral, que parecía enlazar con aquella Junta de Seises, donde su comportamiento, de rebeldía, como lo entendía el prelado, se debería hacer perdonar ahora.

Los pies del Cristo de los Balderas, en un magnificado primer plano, parecían venir hacia él ofreciéndose en un penitencial besapiés. Un ósculo de paz y perdón era poco. De modo que intentó apoyar la frente sobre el clavo lacerante de los pies de Cristo. Lo consiguió, pues el frío del metal parecía traspasarle, algo así como una taladrante culpabilidad emocional que iba camino del perdón.

¡No lograba separarse de la imagen! ¡Un envolvente velo parecía impedírselo! Gestualmente trató de apartarlo, momento en el que, el contraste fulgoroso de la incipiente media tarde procesional de Viernes Santo, le inundó: ¡Estaba en la plaza de Las Palomas! Como un papón más de túnica roja, bajo el satinado fru fru de la negra capa, y con el blanco capirote cuidadosamente 'acostado' en el brazo izquierdo. Del cuello, en un trenzado cordón, pendía el medallón con el rostro del Santo Cristo de la Agonía. A él susurró. Gracias señor, me has limpiado los pesares.

Buscando el anonimato penitencial, se colocó el limpio capirote que enmascara rostro y emociones, justo al tiempo que, la Banda, interpretando la marcha: Al Cristo de los Balderas, parecía querer guiarle hacia el paso del cual era bracero. La perplejidad le inundó, su brazo en el trono del Cristo de la Agonía estaba ocupado, y, ¡aquel papón era él! Hasta podía sentir el peso del Crucificado sobre su entrenado hombro derecho. ¡Se estaba contemplando a sí mismo!

De pronto, la penitencial carga empezó a aligerarse, la música se desvanecía en la distancia, y él estaba despertando a su realidad horizontal en una cama hospitalaria. El frío interior cesó de improviso. Los latidos de su corazón entraron en una fase de normalidad rítmica. Cada respiración era un don vivificante.

Las ininteligibles voces que, aisladas, había comenzado a escuchar, se iban haciendo más y más audibles, y hasta familiarmente reconocibles. Con dificultad entreabrió los ojos. Logró ver, alrededor de su cama, tres figuras borrosas. ¡Eran su mujer y sus dos hijos! En sus rostros creía adivinar una sonrisa de ánimo que trataba de borrar amargas incertidumbres, tras el aparatoso accidente con el coche.

Intentaba decirles lo que les quería, y cuánto agradecía su presencia; mas, por el momento, no le estaba dado articular palabra, la sedación se lo impedía. Volvió a caer en el sopor, esta vez era sueño reparador. Ya no pudo retomar el hilo de aquella procesión de la Cofradía de Las Siete Palabras de Jesús en la Cruz, que había vivido a través de la parte de su cerebro que había permanecido en vigilia. Una vigila para el sosiego interior… para la paz consigo mismo.

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