Cine

'La mesita del comedor': la mesa de Hitchcock

La Mesita del Comedor, película de Caye Casas.

Antonio Boñar

En el imprescindible libro de François Truffaut, El cine según Hitchcock (1966), que recoge una conversación de cincuenta horas entre ambos realizadores y que ha trascendido en el tiempo como una clase magistral sobre el arte de hacer cine, hay un momento en el que el director francés pregunta a su colega y maestro del género qué es el suspense. ‘Hay que contarle al espectador que en la escena que está viendo (además de haber dos personas hablando) hay una bomba escondida bajo la mesa que va a estallar en unos minutos’, explica el director de Psicosis. ‘El espectador lo sabe y la conversación se le hace eterna, porque ante el inminente peligro quiere que los protagonistas se salven, mientras ellos (que ignoran la existencia de ese explosivo) pierden el tiempo charlando sobre banalidades’. Nunca nadie ha explicado mejor en que consiste el suspense cinematográfico.

El mayor acierto de La mesita del comedor es precisamente el sabio uso que hace su director de esa premisa que explicaba Hitchcock con el ejemplo de una bomba bajo la mesa que se enseña al espectador, pero desconocen los personajes. Caye Casas cambia los elementos narrativos, pero no la esencia del aterrador suspense que se apodera de ese espectador que conoce el terrible hecho que se ha producido y que también asiste con espeluznante impaciencia a la ignorancia de los personajes. Todo es perturbadamente intrascendente porque sabemos algo que ellos no saben. Es una bomba argumental inicial que late inquietantemente sobre el resto de la trama, que actúa como atroz detonante de la historia y que, como en cualquier buen guión que se precie, afecta al personaje principal provocando en él una catarsis que nos llevará de la mano hasta la resolución del conflicto final. Y un suceso del que por supuesto no se puede comentar absolutamente nada para que el potencial espectador se encuentre de bruces con el miedo más puro, con esa incómoda sensación de desasosiego que tanto se parece al verdadero suspense y que tiene mucho más que ver con la ansiedad que con la sangre, con una íntima sensación de desazón que con sustos efectistas. 

Siempre resulta alentador ver cómo una película hecha con cuatro duros y mucha imaginación alcanza cierto éxito. Es un premio al talento puro, al cine como aquella expresión artística que nos descubrió un nuevo lenguaje narrativo a principios del siglo pasado, antes de que la aparición de incontables herramientas digitales se apoderaran de su esencia. Por eso es enormemente refrescante observar como esta película que bien podría ser materia troncal en cualquier escuela de audiovisuales, apela sin complejos a ese suspense desnudo de ruido y armado con inteligencia, a esa escritura con imágenes antigua y cautivadora que llamamos cine.

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