Los leoneses que visitaron la Exposición Universal en París en 1867
Las Exposiciones Universales nacieron a mitad del siglo XIX, la primera en Londres, llamada Gran Exposición, y la segunda en París, ya con el nombre que se le conoce hoy en 1855. La tercera fue otra vez en la capital británica en 1862 y volvió a Francia cinco años después. Como una moderna catedral del progreso, en su Palacio de la Industria y sus anexos, la Exposición Universal de París de 1867 acogió en el Campo de Marte a las más diversas producciones de los 52.200 expositores venidos de más de 30 países, y cerca de 11 millones de visitantes, es decir, más del doble que en 1855.
Y a esta cita acudió una delegación de leoneses aprovechando el nuevo medio de transporte que cambió el mundo por esa época: el ferrocarril. Los caminos de hierro habían llegado a León en 1863 y los potentados y comerciantes de la provincia aprovecharon para dar a conocerla en la exposición parisina.
Una grave inexactitud sería suponer que solo un reducidísimo número de personas de León viajaron a la exposición parisina en 1867. Se dice que sólo la familia Sierra-Pambley, por ejemplo, fue quien la visitó a través de los hermanos Francisco y Pedro Fernández-Blanco y Sierra-Pambley. O que fueron los únicos que viajaron a las diferentes exposiciones universales que se celebraron durante el siglo XIX. Pero nada más lejos de la realidad histórica, porque hubo muchísimos leoneses –no solo de la alta burguesía– representando orgullosos a la provincia en París, y prueba de ello se constata al repasar el Catálogo General de la sección española en París publicado en el mismo año de 1867 en la propia capital del país vecino, donde se les describe con todo detalle.
El fin de estas exposiciones era el de mostrar al mundo la masiva y esplendorosa producción de objetos de consumo y las novedades científicas y técnicas resultantes de la revolución industrial (por eso la primera exposición en celebrarse fue la de Londres en 1851). Las exposiciones universales supusieron “un enorme escaparate” y un símbolo del rapidísimo progreso económico (representado en buena parte por el ferrocarril) de las sociedades industrializadas, así como del implacable avance del conocimiento científico (en particular la medicina) y tecnológico de esa época. En esas exposiciones el público se asombraba de los objetos más singulares y novedosos, con máquinas aplicadas a la producción industrial, ganadera y agrícola, así como a todo tipo de utensilios de uso cotidiano y privado.
Los hermanos Pedro y Paco Fernández-Blanco y Sierra-Pambley fueron dos de los muchísimos leoneses que viajaron a París a la Exposición Universal de1867 como visitantes (no como expositores), donde compraron esta hermosa medalla (o 'suvenir' )conmemorativa que hoy se expone en el museo de la Fundación sita en la plaza de la Catedral de León. Foto Archivo de la Fundación Sierra-Pambley
A partir de 1865, el ingeniero Jean-Baptise Krantz y el arquitecto Leopold Hardy dirigieron la construcción de un gigantesco edificio ovalado para que albergase la exposición. Las dimensiones de dicho emplazamiento fueron de 490 metros (m) de largo por 390 m de ancho, cubriendo un área total de 150.000 m². El edificio estaba diseñado con doce galerías concéntricas que giraban alrededor de un jardín dispuesto en el centro de 166 m de largo por 56 m de ancho. La cubierta fue realizada con láminas de acero corrugado y soportada por una estructura que consistía de 176 columnas de hierro. Además de este había casi 100 edificios más pequeños. Fue la más grandiosa exposición internacional habida hasta ese momento, tanto con respecto a su magnitud como al propósito del proyecto.
El Pabellón de España, o Casa de España, fue un edificio que formó parte de la Exposición Universal de París de 1867, obra del arquitecto Jerónimo de la Gándara. Fue construido expresamente para la Exposición Universal de París de 1867. Su cuerpo central medía diecisiete metros de largo, por ocho de fondo. Las dos torres laterales tenían unas dimensiones de 6 x 10 metros cada una. Detrás del cuerpo principal se construyó otro más pequeño, que solo tenía planta baja, y una galería en alto, que recorría tres de sus lados. Al entrar por la puerta principal del recinto español había un toro de lidia embalsamado, además de haber colgados en las paredes dos trofeos de banderillas, capas y arreos de toreo.
¿Pero, cómo y en qué condiciones se viajaba a París? Evidentemente, el auge del ferrocarril en Europa fue el detonante de que la Exposición Universal de París de 1867 protagonizara un inusitado esplendor y un gran salto cualitativo y cuantitativo en comparación con las tres anteriores exposiciones universales.
En la familia leonesa de los Fernández-Llamazares (como en tantas otras) se veneraba todo lo relacionado con los avances médicos –incluidos los supuestos avances, como la homeopatía, de los que los leoneses Álvarez González fueron en Madrid dos de los médicos más famosos y adinerados de España a mediados el siglo XIX– y todo lo relacionado con la agricultura y la ganadería. Se conservan en el archivo infinidad de boletines y publicaciones que no nos cabe la menor duda que la familia leía con interés y avidez, como los de la Asociación General de Ganaderos del Reino repartidos para buena parte de España desde la calle Huertas de Madrid.
De hecho, los Fernández-Llamazares aplicaban las nuevas tecnologías imperantes en otros países de Europa a sus explotaciones agrícolas y ganaderas, como en su extensa dehesa de La Cenia, muy cerca de Mansilla (Villómar). Y, de hecho, Felipe Fernández-Llamazares se presenta como expositor en París para mostrar la enorme calidad de sus lanas, muy demandadas en Inglaterra y Francia, donde nunca le faltaron compradores. Los expositores, franceses o extranjeros, nada tenían que pagar por el emplazamiento, pero todos los gastos de instalación, tanto en el Palacio como en el parque, corrían por su cuenta.
La magnitud e importancia del acontecimiento de 1867, y la confirmación hecha realidad de que el ferrocarril estaba en su apogeo, provocó que verdaderas “agencias de viaje especializadas” ofertaran todo tipo de oportunidades para poder viajar hasta la capital del país vecino. En cuanto al número oficial de españoles en París, “con muchos ilustres” como Benito Pérez Galdós, solo podemos aportar que, en los registros hoteleros, de las 200.000 plazas ocupadas por extranjeros (no franceses) se contabilizaron ocho mil españoles, pero se debe afirmar que fueron muchos más. Como en el caso de algunos miembros de la familia Fernández-Llamazares, bastantes se hospedaron en domicilios particulares tanto de franceses como de españoles pertenecientes a la colonia de compatriotas ya instalada previamente en Francia. Además, el concepto moderno de lo que más tarde sería el pasaporte no se instauró hasta bien entrado el siglo XX, por lo que no existen datos más fiables.
Las 'Modernas Agencias de Viajes'
Fenicios, griegos y romanos ya disponían una red de intermediarios que se encargaban de organizar rutas comerciales y viajes por tierra y mar. Estos intermediarios se aseguraban de proporcionar transporte, alojamiento y alimentos a los viajeros, convirtiéndose en los pioneros de lo que más tarde se llamarían agencias de viajes.
Durante las peregrinaciones de la Edad Media (Camino de Santiago, entre otras) existían personas, “intermediarios o agentes de viajes” que se encargaban de organizar los viajes a lugares sagrados y de proporcionar a los peregrinos los servicios necesarios durante su travesía. Y durante el Renacimiento, con el auge del “turismo cultural y educativo”, aparecieron los primeros guías turísticos que acompañaban a los viajeros en sus recorridos por ciudades y lugares históricos. Estos guías se convirtieron en figuras esenciales para proporcionar información y conocimientos a los viajeros, sentando las bases para la futura profesionalización de la industria del turismo. Pasando el tiempo, algunos guías de viaje comenzaron a organizar y gestionar los itinerarios completos de los viajeros, ofreciendo un servicio integral que incluía la planificación, reserva de alojamiento, transporte y visitas guiadas. Estas prácticas dieron lugar a la aparición de las primeras agencias de viajes en el siglo XIX.
En 1841, el británico Thomas Cook organizó su primera excursión, un viaje en tren de ida y vuelta desde Leicester a Loughborough, en Inglaterra. Esta iniciativa fue todo un éxito, sentando los pilares para futuras excursiones organizadas. Cook se dio cuenta de que podía aprovechar el creciente sistema ferroviario para ofrecer viajes asequibles y bien organizados a destinos populares. Pronto comenzó a organizar excursiones más largas y complejas, tanto en el Reino Unido como en la Europa continental. En 1851 Cook organizó el viaje de 150.000 personas a la Gran Exposición de Londres y en 1855 su agencia llevó a otros turistas hasta la Exposición Universal de París. No tardó en extender sus rutas a otros destinos de Europa, donde llegó a poner de moda Suiza, Estados Unidos, Oriente y otros puntos de Asia. Corría el año 1865 cuando la agencia abrió su primer establecimiento físico en la calle Fleet de Londres. Menos de una década después, Thomas Cook & Son organizaba viajes por todo el mundo.
El viaje y la Estancia en París
París, en 1867, era el centro neurálgico del mundo. Una de esas 'agencias de turismo' que se crearon específicamente para visitar la Exposición de 1867 era la denominada Compañía Hispano-Americana para la Exposición Universal de París, con su centro de suscripciones en España en el número 16 de la calle Valverde de Madrid, dirigida por Tomás Lozano desde la Place de la Bourse de París. Esta empresa ofrecía todo tipo de alternativas para poder viajar y pasar una temporada en París, acomodándose a un sinfín de variantes dependiendo de la capacidad económica de cada viajero o 'turista'. Por supuesto que el paquete de la oferta incluía el billete del tren, así como una habitación en la capital de Francia, siendo opcional la manutención.
Además de Madrid, la Compañía disponía de otros cinco puntos más de suscripción en España, que coincidían con los puntos de salida del ferrocarril hacia el país vecino: Valladolid, Vitoria, Valencia, Barcelona y Zaragoza. Los trenes y el dinero del viaje dependían de si el viajero elegía hacerlo en primera o segunda clase. Los viajeros también podían elegir entre el viaje y la estancia por 8 o 15 días. Por ejemplo, con salida desde el ferrocarril de Valladolid, un viaje en primera clase y la estancia con derecho a habitación y manutención durante 8 días costaba 1.270 reales, y 1.744 reales por 15 días. Si el viaje se hiciese en segunda clase, el precio con estancia y manutención por ocho días era de 1.019 reales, y 1.632 reales si la estancia fuera por 15 días.
Un real era una moneda que se convertiría en octubre del año siguiente (1868), en 25 céntimos de la nueva moneda creada por la Revolución Gloriosa, la peseta (vigente hasta 2002). Con lo cual a partir de entonces habría que dividir entre cuatro para conseguir esos precios en pesetas. Así, el viaje rondaría en aquella época entre las 320 y las 435 pesetas.
Conseguir una habitación con servicio y manutención en París (cuando el viajero no utilizaba el servicio del ferrocarril ofertado por la Compañía) ascendía a 600 reales por 8 días (150 pesetas) y 1.070 reales por 15 días (más de 250 pesetas). Y luego comer. Con lo que mínimo una semana costaría unas 500 pesetas y dos entre 800 y 1.000. Lo cual, a día de hoy podría ser la nada despreciable cifra de lo que sería hoy un coste de entre 15.000 y 30.000 euros (en un cálculo moderado). Evidentemente, sólo para gente muy adinerada.
Los viajeros debían abonar el dinero un día antes de partir en los diferentes puntos de la suscripción anteriormente citados. La Compañía también ofertaba el regreso del viaje por vapor, pero no lo cobraba con anticipación porque muchos de los viajeros prolongaban más de lo previsto su estancia en París, una vez allí establecidos. Es decir, que la Compañía y los viajeros se comprometían con el viaje de ida, pero no incluían el de vuelta por los diferentes cambios de opinión que pudiesen producirse una vez establecidos en París. Por cuenta de la compañía también se incluía en los precios establecidos la recogida de las maletas y el carruaje que transportase a los viajeros y las maletas hasta el hotel o punto de destino. Además, se incluía en el precio a guías e intérpretes en sus visitas a los lugares públicos. Así, de parte del viajero eran los gastos del viaje de regreso a España, pero la agencia se comprometía a volver a trasladar a sus clientes y su equipaje en carruaje hasta la estación de partida con la consiguiente consigna.
Así las diferentes exposiciones (entre ellas las universales) sirvieron para dar a conocer al mundo los grandes descubrimientos de la segunda mitad del siglo XIX: el ascensor en Nueva York (1853), la cafetera en París (1855), el teléfono en Filadelfia, la propia torre Eiffel levantada para la Exposición de 1889 con motivo de conmemorar la décima Exposición Universal. En la de 1867 fue el globo aerostático del francés Giffard uno de los más espectaculares inventos presentados…
Los leoneses (y en general los españoles) no aportaron en 1867 grandes avances tecnológicos, pero sí presentaron sus productos y manufacturas, que eran de gran calidad. No solo la familia Sierra Pambley pudo visitar París, porque fueron más de un ciento, sin duda, los leoneses que acudieron como visitantes o expositores a París en 1867.
Lista de expositores leoneses
Y, entre ellos, por supuesto, la alta burguesía, pues solo hay que hacer un somero repaso a algunos de los expositores de 1867 como Cayo Balbuena –don Cayo, el de la levita, como algunos aficionados a la Historia le citan–, Juan Dantín, Juan Eguiagaray, Felipe Fernández-Llamazares o Casimiro Alonso. A muchos de ellos, en el colmo de la más insolente desvergüenza, se les ha tildado de “caciques rentistas”, pero lo cierto es que si algo les unía –aparte de su condición de propietarios con otras residencias y actividades fuera de nuestra provincia– era su afán (acertado o no) por la sabiduría y el conocimiento.
Y es que muchos de estos burgueses presentaron sus productos en París como consecuencia de sus aficiones o hobbies, no de sus profesiones. Cayo Balbuena igual presentaba un proyecto para construir una línea ferroviaria de León a Benavente, como atendía sus negocios mineros mostrando en París muestras de carbón, o incluso presumiendo de sus espectaculares ajos cultivados en sus tierras de cultivo.
Lo mismo le sucedía a Felipe Fernández-Llamazares, abogado, diputado, senador, banquero y otras muchas más cosas, quien se presenta en París presumiendo que su lana merina (lana en decadencia en España desde la invasión de Napoleón) es una de las más finas del mundo y se consigue en León.
Al comerciante de origen francés Juan Dantín tampoco le impide ser un gran comprador en Desamortización con propiedades que hoy son el centro de León (Plaza de Santo Domingo) para presentar muestras de mineral de sus minas.
Y el excéntrico, talentoso y original Casimiro Alonso no renuncia a su vocación de poeta en el conocido Café La Estera (en la actual esquina de la calle Cascalería con Cadórniga), como se dedica a la incipiente fotografía, o vende chocolate o hierro en cantidades industriales, o se presenta en París con un elixir febrífugo inventado por él mismo, o con un conjunto de piezas de arte antiguo ya que era un famoso comerciante anticuario y propietario; además de ser uno de los primeros fotógrafos de la capital leonesa.
Repasar la biblioteca conservada de los Sierra-Pambley o de los Fernández-Llamazares (ambas familias emparentan) es ser conscientes de que una burguesía leonesa muy amplia, cultísima y heterodoxa, estaba al tanto de todos los avances agrícolas, ganaderos, y también tecnológicos que se publicaban en el resto de los países europeos. La burguesía leonesa podía ser de todo menos pacata: pacatos son los que intentan anacrónicamente y sin datos contar o escribir ese momento crucial de la Historia. Buena parte de los siglos XIX y comienzos del XX en León no puede ser interpretada sin el estudio de estas familias: Blas Alonso, por una parte, y Llamazares, por otra, así como con el resto de las que emparentaron.
Los leoneses no gustaban únicamente de viajar a París, y por supuesto que lo hicieron aún con más frecuencia tras la instalación definitiva del ferrocarril, pero disfrutaban igualmente organizando sus propias exposiciones, como la amparada por la Sociedad de Amigos del País de 1876, denominada Exposición Regional Leonesa; estudiando esta exposición se puede cotejar que en gran parte de los hogares leoneses se leía muchísimo y se componían versos de forma cotidiana, como también era muy frecuente dibujar y pintar. Hasta varias mujeres, entre ellas la bella Leonarda Lescún Lubén presentaron –orgullosas, no con vergüenza– en dicha exposición varios de sus hermosos dibujos, porque el talento artístico, por aquel entonces, y al contrario de lo que nos cuentan hoy, no estaba necesariamente reñido con el sexo ni la condición social del artista.
El éxito de aquellas primeras exposiciones universales fue tal, que todos los industriales y empresarios se pusieron a reproducir el modelo. En León, Zamora y Salamanca crearon, como se puede ver en la imagen superior, su propia Exposición de la Región Leonesa en la que mostrar sus mercancías y las maravillas tecnológicas a todos sus habitantes y demás españoles y extranjeros que también las visitaron... aprovechando el ferrocarril y con la esperanza de que abriera la línea férrea entonces planificada en 1870 entre Plasencia y Astorga, que resultó en la apertura del Tren de la Ruta de la Plata en 1896... y que no llegó al siglo al cerrarse a los pasajeros en el mismo año en que la Región Leonesa se integró en la actual autonomía (1984) y al tráfico de mercancías en 1995.
Las dos demandas, las de recuperar la línea férrea –y dotar de autonomía a la región triprovincial–, siguen plenamente vigentes y siguen siendo algo a destacar como los productos que tanto sorprendían y atraían en las grandes exposiciones de hace más de cien años, dejando maravillados a sus asistentes.