Érase una vez en Laciana, cuando los niños tenían línea directa telefónica con el Ratoncito Pérez y los Reyes Magos
Había una vez en la provincia de León, hace ya muchos, muchos años, más de medio siglo quizá; una cuenca minera escondida entre los más recónditos valles de las montañas del norte. Los valles más alejados de la capital provincial, de difícil acceso por las tortuosas carreteras que se dirigían a ellos, y que los hacían semejar lejanos de todas las partes, aislados y como perdidos en el tiempo.
En esa cuenca minera de Villablino sin embargo, bullía la vida de una forma exuberante, porque casi la mitad de sus habitantes apenas alcanzaban los 25 años de edad. Las aulas de las escuelas y de los demás centros educativos se veían atestadas casi hasta la saturación, para poder acoger a todos los jóvenes que deseaban adquirir conocimientos y aprender cosas nuevas de la vida.
Aprender de los progresos de la civilización y las nuevas tecnologías era una obsesión. Y en ocasiones ese conocimiento era solo una opción que se encontraba en los libros o en las películas de cine americanas. Como por ejemplo los teléfonos automáticos. Porque allí aún no había llegado una tecnología que ya estaba extendida por medio mundo. Por eso las líneas de teléfono funcionaban a través de centralitas locales atendidas por operadoras a las que vulgarmente se les llamaba telefonistas.
En ese ambiente general, un día cualquiera una niña podía descolgar el teléfono en su casa y esperar a que una voz femenina al otro lado de la línea preguntase - ¿Con que numero quiere hablar? – y la niña respondiese – ponme con el Ratoncito Pérez -. Parece una barbaridad solicitar línea con un personaje fantástico nacido de la imaginación popular, pero en aquellos tiempos de sortilegios y encantamientos en la comarca de Laciana era real y posible.
Por precaución y con pícara complicidad, la telefonista preguntaba – ¿y tú, quién eres? - Yo soy Natalia, la hija de Eulogio y Rolindes – Si, ahora te pongo -. Unos instantes de espera y a otro lado del teléfono surgía una voz amable que decía – Buenos días Natalia, ¿qué te ha pasado? – Ratoncito, te llamo porque se me cayó un diente de los de abajo, para avisarte – ¿Y te dolió mucho? – Al principio un poco, pero ahora ya nada –.
La conversación podía alargarse y discurrir de esta forma. - Ya sabes lo que tienes que hacer – si, lo envuelvo en un papel y lo pongo debajo de la almohada – Paso yo a recogerlo esta noche, y acuérdate que tienes que ser buena y obediente con mamá y papá siempre, de acuerdo – si, si, ya se, ¡ah, una cosa que se me olvidaba!, yo soy la que duerme del lado de la pared, no te vayas a confundir, que del lado de la cama donde no hay pared duerme mi hermana Raquel – Perfecto, de acuerdo Natalia, ya sabía que tu eras la del lado de la pared, esta noche te cambiaré el diente por alguna sorpresa, un beso muy fuerte – vale, un beso-.
Estas conversaciones o similares se podían producir varias veces al día y se incrementaban en Navidad cuando los más solicitados en las llamadas infantiles eran Melchor, Gaspar y Baltasar. Que también tenían línea telefónica directa en aquellos tiempos del maravilloso encantamiento de Laciana. Papa Noel no, pues su entrada en la cultura popular de la época aún no se había producido.
Siempre, al otro lado de la línea telefónica estaba esa voz sugestiva que atendía y daba satisfacción a las ilusiones de los más pequeños, a cualquier hora del día o de la noche, cualquier día del año, permanentemente el hechizo de esos seres fantásticos se hacia presente cuando se les reclamaba.
Pepín Soto respondió durante años a las llamadas que los niños de Laciana hacían al ratoncito Pérez o los Reyes Magos
Y estos años de fantasía fueron posibles gracias a una persona excepcional, Pepín Soto, y a la complicidad indispensable de las telefonistas que atendían las centralitas telefónicas de Laciana. Ellos solos, sin más medios que sus voces e imaginación, hicieron más bien por la salud y estabilidad emocional de cientos de niños de estos valles, que lo que no consiguen hoy toneladas de psicotrópicos.
Y permitieron a esa generación de niños de entonces, adultos ya hoy, poder contar a sus nietos o sobrinos la mágica ilusión de haber hablado por teléfono con unos seres fantásticos, que atendían solícitos sus reclamaciones y atenciones.
Esta es quizás la mejor forma de comenzar este reportaje, utilizando la consabida frase del inicio de los cuentos fantásticos de nuestra niñez, que cargados de hadas buenas y duendes laboriosos ayudaban a los humanos a hacer su vida más fácil y agradable. Porque los hechos que aquí se narran parecen más sacados de esas páginas de los relatos de magia infantil, que no acontecidos en la España en blanco y negro de los años 60 y 70 del pasado siglo, de estereotipadas imágenes, en ocasiones inducidas, de represión, carencias, escasez y atraso.
¿Quién era Pepín Soto?
José Soto García fue un vecino de Villaseca de Laciana nacido en 1931 y fallecido en 1990, en la misma localidad en la que vivió durante toda su vida. Una vida de una singularidad excepcional, no solo por las circunstancias físicas en que se desarrolló, si no, también por la grandeza de su empeño en vivirla pese a todas las adversidades que se le presentaron.
Nacido en el seno de una familia humilde, era el más pequeño de nueve hermanos. Con poco más que las primeras letras aprendidas en la escuela y siendo aún muy joven entró a trabajar en el grupo Carrasconte de la empresa Minero Siderúrgica de Ponferrada (MSP).
En 1957 quedó paralítico por un accidente laboral cuando ya tenía la categoría laboral de caballista. Un costero que le cayó encima le rompió la columna a la altura de la tercera vertebra lumbar. Apenas si le daban unos meses de vida. No más de seis meses le vaticinaron los médicos que le atendieron en el hospital de MSP en Ponferrada.
Contra esos designios agoreros luchó y peleó durante 33 años, siempre postrado en su cama de la pequeña y humilde casa familiar en el barrio de La Fábrica de Villaseca. Si la vida, en la partida que jugó con él con las cartas del destino, le hizo trampas, él se empeñó en ganarle la partida final con las cartas que le repartieron y a fe que lo consiguió.
Los cinco primeros años después del accidente fueron muy duros, la desesperación, el dolor, no solo físico también del alma y el espíritu eran muy intensos. Tanto, que el mismo en una entrevista concedida en 1986 a un diario provincial mientras convalecía en la Residencia Virgen Blanca de León de una afección pulmonar, los calificó de un “verdadero infierno” durante los que “llegué a odiar a mi madre por haberme traído al mundo”.
Como se produjo el cambio y la transformación de su personalidad para convertir a un ser enrabietado, enfadado con el mundo y que en más de una ocasión deseaba que la muerte lo librase de su sufrimiento. En una persona afable, deseosa de vivir, siempre dispuesto y abierto a las necesidades de los demás. El mismo lo explicó en esa entrevista de 1986, casi por inducción.
La aceptación de su realidad personal, “el amor de la familia y los amigos”, obraron el cambio radical en su filosofía de vida. Mejoró sus conocimientos con muchas lecturas, que le sirvieron para mejorar su propio nivel cultural. Se animó a escribir, especialmente poesía, incluso publicó un pequeño poemario. Amante apasionado de los pájaros entretuvo algunas de sus horas haciendo jaulas artesanales de madera en su cama.
Como el mismo contó muchas veces a sus contertulios, que acudían en masa y de continuo a su habitación, para hablar durante interminables horas. “No sabes dónde está la ayuda, que es lo que te da el impulso para seguir y salir de un mal paso, un libro, un cacho de un periódico, un amigo, el cariño y comprensión de una persona, unos objetos, la radio, una llamada al teléfono, o la cosa a la que no le das importancia, ahí está la sustancia de la vida. Pero sobre todo la familia y el cariño”.
Su habitación y su cama un centro de peregrinación
Cuando no ejercía como duende poniendo la voz mágica de los personajes imaginarios de la infancia al otro lado del hilo telefónico, para dar satisfacción a las reclamaciones de los niños de Laciana. Su casa se convirtió en un lugar de peregrinaje. Su habitación y las puertas de su casa siempre estaban abiertas día y noche, nunca se echó en ellas el cerrojo. Los vecinos de Vilaseca de la época pasaron prácticamente todos por aquella pequeña habitación. La gente que se casaba, los niños que se bautizaban o hacían la primera comunión, todos iban a hacerse fotos con Pepín. Las celebraciones eran momentos de alegría para compartir, los niños de los colegios acudían con sus maestros y profesores a visitarlo.
Los corredores que participaban en la Marcha Atlética a Carrasconte, durante la Virgen de Agosto paraban a saludarlo al pasar frente a su casa. En ocasiones había tanta gente dentro de casa, que había que limitarse a saludar desde la ventana exterior. Las emisoras de radio le hicieron entrevistas en numerosas ocasiones lo que ayudó a popularizarlo fuera de las montañas del valle de Laciana. La radio y el teléfono fueron también sus grandes aliados.
La gente iba a verlo y le contaba sus penas, sus desgracias o sus alegrías, siempre tenia una palabra amable, de consuelo o de ánimo, nunca nadie se llevó una decepción de aquel lugar mágico. Iban a verlo como enfermo y salían reconfortados y estimulados por la humanidad y la filosofía de vida de aquel menudo y enjuto hombrecillo tumbado en su cama.
Hay un bonito artículo publicado en el número cero de la revista El Calecho (1983), firmado por Jorge Gómez Núñez, gran conocedor y amigo personal de Pepe, que explica muy bien como era el discurrir de la vida cotidiana de Pepín Soto.
Todo esto no hubiera sido posible sin una presencia invisible, oculta, silenciosa, abnegada, laboriosa, llena de amor y de ternura. La de su hermana Angelina. Que durante los 33 años de vida de Pepín después del accidente, fue su enfermera, cuidadora, limpiadora, lavandera, cocinera, y ángel de la guarda particular, siempre atenta a cualquiera de sus necesidades.
Angelina vivía, con su marido y sus hijas a unos trecientos metros de la casa familiar, que albergaba la habitación convertida en el único espacio vital de Pepín, en los llamados Cuarteles del Hospitalillo. Además de atender a su familia siempre organizó su vida para sacar tiempo que dedicar esa otra labor necesaria de la atención a su hermano y ni un solo día dejó de cumplir con esa obligación que se autoimpuso.
365 días al año, 33 años seguidos, 12.045 jornadas de su vida dedicadas a esa labor. Más que muchas vidas laborales de sus conciudadanos. Sin una queja, sin una ayuda oficial, ni pública. Y hoy, a sus 94 años reside en Madrid con su hija Amparo y su familia. Unas vidas, las de Angelina y su hermano Pepe cuya ejemplaridad son el modelo ideal de lo que el amor, el cariño y la complicidad de una familia son capaces a lograr.
En Villaseca y en toda la comarca de Laciana, los que vivieron aquellos años tienen el recuerdo aún vivo de Pepín Soto. Si preguntas por él, todos saben quién fue y pueden contarte parte de su vida o como lo conocieron, e incluso alguna anécdota vivida. No pasa lo mismo con su hermana, cuya discreción y silencio de persona invisible hacen, que solo los más próximos o conocidos sepan de su existencia y sus desvelos.
El final de la partida
Se comentó antes que le vida le había hecho trampas a Pepín con las cartas del destino. Sin embargo, en una de las últimas manos, las cartas del destino le fueron favorables a él y compensaron en parte las trampas iniciales de la vida. En los años 80 llegó a Villaseca un médico llamado José María Casado, que significó para Pepín un cambio en sus hábitos, abriéndole unas puertas para el cerradas desde hacia más de 25 años.
Don José María, como le llamaban los vecinos, al que Laureano Maceda le dedico unas divertidas coplas, junto con su mujer le regalaron a Pepín una silla de ruedas para poder a veces dejar un rato la cama y salir a dar un paseo por los alrededores de su casa por donde lo acompañaban ellos.
Y luego tuvieron el empeño de construir una camilla elevada, para colocar en la parte trasera de su Land Rover largo, en la que poder llevar a Pepín de excursión por parajes y rincones de las montañas que no había podido ver durante 25 años de su vida más que a través de los cristales de la ventana de su habitación.
Estas historias de magia, de encantamientos, de ensoñaciones que se nos semejan imposibles, existieron de verdad. Forman parte de la historia real de la comarca de Laciana, de sus gentes, de sus ganas de vivir, que deben perpetuarse en la memoria colectiva, porque son las historias que hacen grandes e imperecederos a los pueblos, a sus gentes y estimulan el orgullo de ser parte integrante de ellos.
Las informaciones y datos más relevantes de este reportaje las han facilitado dos de las sobrinas de Pepín Soto. Amparo, hija de Angelina, que en la actualidad reside en Madrid, y Carmina, hija de Ángeles otra hermana de Pepín, que vive en Villaseca con dos de sus hijos quienes regentan el hostal - restaurante La Terraza. El resto de datos son de vecinos anónimos que vivieron esos años y compartieron acontecimientos.