La vida secreta de las grúas
Estoy convencido de ser la única persona del mundo que se lee algunas columnas. Vicio incompartible y desdeñado por mis semejantes, que no le ven la gracia, seguros de que, relleno absoluto del periódico o recompensa a la vanidad de más de un analfabeto, no las repasa ni el propio estilita que va contando palabras en el Word hasta que llega al y así nos luce el pelo en su intervención sobre geopolítica o al perdido sabor de los guisos de la señora Bene en la rural. Tienen razón. Pero ahí estoy yo. Su único espectador. Regodeándome con la pululación de territorios y hayedos y vivencias. Especialista en ese aconejado y doméstico vocabulario de madriguera que huele a zapatilla de cuadros. Experto en escapadas domingueras al lado de casa con el coche familiar a lugares de la infancia donde los sabores mantecosos despiertan memorias. Madrugones, palizones. Comentarios de paseo o conciertazo. Ciudadano de a pie. Cuarteles de invierno. Miradas. Los libros (volúmenes) se desempolvan de las bibliotecas y se olisquean en las librerías. ¡Y los títulos! También soy muy aficionado. Otoño en el otoño para describir como solo ellos saben que es otoño con los colores del otoño y la hostia; La Semana Santa cuando es Semana Santa con su fervor lelo, devoción bizca e involuntariamente dodecafónico tirirí porrompompóm o La vuelta al cole con los peques y el olor de los cuadernos y los mocos debajo de los pupitres. La palabra ambón (mueble de las iglesias usado para colocar el libro en el que leer o cantar evangelios o epístolas) procede del latín ambo, ambonis, préstamo del griego αμβον: cima, borde, púlpito. El término griego se asocia con la raíz indoeuropea nobh-, presente en el latín umbo (protuberancia redonda que iba en medio de los escudos romanos) de donde viene (¡oh!, ¡ah!)… ombligo. Sí. Con pelusas. De bata.