Veranos
Te despiertas despacio, como un caracol que trepa ensimismado hacia su vigilia, todavía ajeno al nuevo amanecer. Como casi siempre, es el rumor cotidiano del pueblo que se despereza lo primero que alcanzas a discernir. Lo siguiente son los lametazos de tu perro dándote los buenos días como si no hubiera un mañana. Él disfruta del momento con atolondrada emoción, sabe que en menos de media hora estará en la calle y no hay cosa en el mundo que le guste más que esa promesa de libertad que son nuestros paseos matinales. La luz diáfana que entra a través de las ventanas abiertas hace el resto y a los pocos minutos ya estás en la cocina exprimiendo un par de naranjas. Luego os abocáis al verano como quién se sumerge en un mar cálido y protegido, con la certeza de estrenar los días sabiendo que todo está en su sitio, que no hay nada que temer, que los días infinitos y azules han vuelto para hacernos olvidar la perplejidad ante ese eterno transcurrir del tiempo que nunca cesa de correr.
El verano es momento de detener la mirada sobre las pequeñas cosas, de lanzarse a las noches azules, de colmar terrazas y prados, de pasear bajo el leve murmullo de los árboles, de llenar las tardes quietas leyendo todos esos libros pendientes que acumulamos en la estantería, de encontrarse con viejos amigos de la infancia que regresan al pueblo cada año con precisión estacional, de compartir cervezas y risas hasta que cae la noche trayendo ese manto de aire fresco que nace en la montaña, de robar impunemente besos y caricias a tu persona preferida, de tropezar sobre el pasto al intentar controlar un balón para meterle un gol a tu sobrino, de escuchar el incansable trino de los pájaros, de sestear perezosamente bajo el silencio que invade las calurosas sobremesas, de jugar como niños con los niños, de contemplar el íntimo gozo de tu perro al extender su cuerpo dormido sobre la tarde, de comidas y cenas, de verbenas y bailes, de excesos y alegrías. En verano se detiene la vida para que podamos confrontar el paso del tiempo, se alejan los malos presagios y recordamos a los que se han ido, se hace balance de lo nuestro y se postergan planes. En verano se disfruta del simple privilegio de estar vivo, lejos de zozobras y estériles rutinas de calendario.
Hay veranos habitados por la nostalgia de las primeras veces, veranos sureños y asfixiantes que nos hablan de aquella playa y de aquellos torpes besos. Son veranos que permanecen en algún rincón del pasado, al abrigo de otras edades, que nos hablan de amigos, de aventuras irrepetibles, de historias de terror contadas bajo la sombra de un nogal mientras el cielo se desplomaba en forma de tormenta, de excursiones al pinar, de tiendas de campaña y juegos adolescentes, de aquella niña que sabe dios dónde estará, de la pérdida de la ingenuidad y de aquellas noches eternas que contenían los sueños del niño que fuimos.
Y hay veranos, como este mismo que ahora brota desplegando sus cálidas alas, que aún están por estrenar, con todos los pequeños placeres del presente esperando su turno plácidamente antes de hacerse nostalgia, con todos sus días extendidos ante nosotros como una libreta sin escribir, como un lienzo blanco sobre el que pintar nuevos colores y nuevos trazos, nuevas risas y nuevos disparates azules, nuevos paseos y nuevas mañanas desveladas por ese perro que tanto ama la libertad.