Una farmacia en la montaña

Antigua Farmacia de Boñar, en la plaza del Negrillón.

En verano mis padres solían dejar abierta la puerta de la botica, y el ruido y la excitación de la gente que había bajado de la montaña a hacer sus compras se colaba por encima del mostrador y atravesaba la farmacia hasta la cocina en la que desayunábamos mis hermanos y yo. Una puerta de vidrio opaco comunicaba la rebotica con la casa, y era imposible entender la una sin la otra. La farmacia era la ventana al mundo, el lugar por el que pasaba la vida ante los ojos de un niño. Y recuerdo nítidamente ese sonido atolondrado, ese barullo que anunciaba una mañana llena de juegos y descubrimientos. Luego salíamos corriendo hacia la calle, capturando al vuelo las últimas advertencias maternas y atravesando en nuestra carrera conversaciones sobre ganado, o alguna dolencia, o sobre éste u otro pariente, o sobre lo seco que venía el mes de agosto… improvisadas tertulias que surgían entre la gente que se encontraba en la botica. Porque en un pueblo, la farmacia y la taberna son la caja de resonancia de todo lo que sucede, lugares comunes por donde circulan las noticias en boca de los vecinos. 

En una ocasión mi hermano mayor se cruzó con algo más que conversaciones en su carrera, y atravesó literalmente la puerta de la farmacia sin importarle que estuviese cerrada. Es más, las crónicas familiares dicen que ni siquiera interrumpió su escapada (por lo visto le perseguía algún compañero de hazañas) cuando el enorme cristal, con el escudo de la serpiente enroscada a un cáliz impreso en su centro, estalló en mil pedazos. Él ni se inmutó, y aprovechando la confusión inicial, corrió a esconderse en algún rincón de la rebotica. 

Los ventanales de los escaparates también eran diana de numerosos balonazos. Y es que la plaza, frente a la que se encontraba la farmacia, habitualmente se transformaba en un rocoso campo de fútbol (esto también es literal, el suelo es de piedra), y las dos acacias que servían como postes de una de las porterías quedaban situados justo delante del escaparate, sólo separados de éste por la calle. Así que, si el chut en cuestión no era detenido por el eventual portero, el impacto sobre el cristal era casi inevitable. Nosotros quedábamos en silencio un instante, hasta que aquello dejaba de temblar y comprobábamos aliviados que había vuelto a resistir. Luego todos miraban hacía mí, haciéndome entender que los vínculos familiares me obligaban a negociar con la autoridad paterna la continuación del partido. No sé cuantos balonazos amortiguarían esos enormes ventanales, pero lo que sí recuerdo es que los partidos se alargaban hasta la noche en esos veranos irrecuperables de puertas abiertas y felicidad irresponsable. 

Como mis padres no podían dejar la farmacia desatendida, nosotros pasamos muchas horas en esa rebotica llena de frascos y cajas de cartón que escondían milagrosos productos. Para un niño, ese diminuto universo cargado de aromas y colores era un fecundo campo de juegos. Yo tenía mi pequeño escondite en el laboratorio, en una alacena situada directamente sobre el suelo y en la que se guardaban las garrafas de alcohol. Allí salvaguardaba mis tesoros: botes con insectos de todo tipo que capturaba en mis correrías y que ahora flotaban inertes sobre formol, tarros de mercromina caducados que en mis fantasías pasaban a ser peligrosos venenos o pócimas con superpoderes, tiras de esparadrapo, algún caramelo… 

Aunque mi botín más preciado eran las botellas de Calcio 20 que cogía de la estantería para sorber poco a poco en mi escondite, embelesándome en su aroma de fresa. Eran de forma alargada y estilizada, y una vez que daba buena cuenta del sabroso jarabe rosa sus huesos de cristal terminaban apilados en una esquina de mi guarida, como restos de una cacería. Imagino la cara de mis padres cuando descubrieron que su hijo, además de acumular toda serie de porquerías en el laboratorio, se había automedicado con unas cuantas de esas botellas. Y es curioso como el olor a golosina de ese jarabe es capaz de encender la memoria de aquellos años, y de transportarme dentro de su voluble fragancia hasta ese lugar en el que crecí feliz junto a mis hermanos. Tiene el mismo poder evocador que el manto de nieve que cubre el paisaje en los duros inviernos. Porque en mi pueblo, como en esa farmacia de la montaña, todo acaba teniendo el color de la nieve. Incluso los recuerdos.

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