Las personas en general creen poseer una gran imaginación. Yo no. Puedo probarlo: de pequeño en el colegio y en un raro ejercicio de tema libre nos reprodujeron un fragmento de música –ignoro completamente autor u obra, supongo que alguna saltarina pieza barroca– y nos solicitaron que representáramos lo que nos sugería con lapiceros de colores. Yo empecé y terminé mi birria sin mirar a ningún sitio sorprendiéndome cuando mis compañeros comenzaron a mostrar sus garabatos: nubes, pájaros, manos y cielos, personas más o menos danzantes, paisajes con montañas, animales de granja... ¡monos! Yo había dibujado a una ceñuda orquesta con su director y sus profesores y sus atriles y sus violones. Orquesta que IMAGINÉ estaría tocando la música que nos habían puesto. Mi tema habitualmente es la percepción, que suele ser descrita por el verbo. Esta es tan subjetiva como la felicidad y tan multiforme como personas la persiguen para abrazarla. La gente, repito, cree tener imaginación. No solo eso. También se inviste con un maravilloso sentido del humor, un gusto exquisito acerca de arte, cine, arquitectura y libros; una amplia cultura que, como en la mili el valor, se da por supuesta y, sobre todo, una templada tolerancia, un gran respeto y una navegable comprensión hacia los demás. Centrémonos en la tolerancia. Según el criterio común, consiste en que las supersticiones, lengua y vestimenta de uno sean compartidas y hasta celebradas por el resto de la humanidad; y en dotar a los inmigrantes de superpoderes: superfuerza para que trabajen sin descanso –y sin salario–, supervelocidad para que se desplacen a otro sitio –o continente– según acaben la tarea y, sobre todo, el superpoder supremo: la invisibilidad. Que no se vean –ni se oigan–. Aunque disfrutaran de estas facultades o atributos daría igual ya que la lógica no tiene cabida en la cabeza de los patriotas que les atribuyen a los foráneos –pobres, claro, no se nos olvide– al mismo tiempo vagancia y ansia por arrebatarnos nuestros –ji, ji, ji– trabajos. Otegi decía fascista a todo el mundo, Feijóo habla sin parar de corrupción, Jesús Gil insultaba con el término baboso (babioso, incluso) a cualquiera que le llevara la contraria, Belén Esteban desprecia a los patéticos… los ejemplos son infinitos y nos siguen dando lecciones de honestidad e independencia jueces prevaricadores, de economía delincuentes comunes y de dignidad acosadores y maltratadores. Mucho se ha escrito sobre el amor a la tierra, pero nunca que resulta directamente proporcional, según su intensidad, al odio hacia la mitad o más de los que la habitan y a la totalidad de los que la rodean.